Espejos
Amanda había sido siempre una
niña a la que no le gustaba obedecer. Cuando era pequeña solía desaparecer de
vez en cuando. Las reglas, lo esperado, las normas, las expectativas, todo eso unido
a su procrastinación de la vida le hacía huir del mundo. Al principio
de esa repentina y provocadora actitud su madre se preocupaba en exceso. Una de
esas veces, la segunda sin mal no recuerda, desapareció durante más de seis
horas. Una niña sola mudándose la piel. Amanda recuerda que su cuerpo le
insistía en desaparecer, en que nada de lo que tenía ante sus ojos gozaba de sentido,
solo ansiaba encontrarse en un luagr perdido. Su cabeza había entrado en un letargo
y largo viaje hacia el caos. Un viaje que sólo podía parar cuando todo el mundo
estuviera en silencio. Para, como buena niña, quedarse en silencio su cabeza también.
Entre tanto su madre llamaba a todas las amigas de Amanda, al colegio, incluso
al chico de ojos verdes que últimamente le iba a buscar en la moto de un
tío roja y a punto de cascar.
Nada. Nadie. Nada. Nadie sabía nada sobre Amanda.
Nada. Nadie. Nada. Nadie sabía nada sobre Amanda.
Un paso más y transitaría por la
frontera del miedo. Allí nadie podía cuestionarla, y sólo así, de esta manera
tan inicua y absurda, lograba descifrar todas las cuestiones que le habían
llevado hasta allí. Toda esa desorganización de emociones, de imágenes que se
acompasaban a un ritmo de doble swing. Sólo ella y sus miedos. Se acercó
lentamente a un banco y allí se pasaban las horas. En ese oscuro mundo donde
los que están presente no pueden hablar, donde los muertos disipan a los vivos
y le da una sutil frialdad a la realidad. Amanda, entre tanto cadáver, entre
tantas flores secas y entre tanta fe ofertada a 200€/kg de nicho buscaba la
estrategia de creer en alguien más que no fuera ella misma.
Realmente a Amanda nunca le
enseñaron a obedecer. Sus padres, hijos e hijas del franquismo transformaron
sus armas en herramientas para la libertad e instauraron en su casa el arte
de la autonomía y la emancipación donde la única regla promovida desde el
margen era cuestionarse las decisiones y las razones de esa independencia.
Nadie cuestionaba sus horarios, nadie supervisaba sus deberes, nadie tomaba sus
decisiones, nada la impedía creer en sí misma, nadie, nada, nadie.
Le dieron la responsabilidad de
su vida desde muy pronto y la libertad de criticar esa autonmía tanto que, Amanda durante un largo periodo de tiempo, adoraba a todas esas personas
que le ponían límites, le gustaba que decidieran por ella, que hicieran de su
vida un camino acomodado sin cuestionamientos ni responsabilidad. Amanda llegó
a tener un novio controlador como el
padre que no tuvo. Amanda llegó a tener amigas que sin quererlo – o eso
prefiere pensar – le encaminaban hacia el propio ego de ellas mismas,
como las madres que encaminan a sus hijas a tener el mismo destino angustioso y
en la sombra que han tenido por su inseguridad. Pero termina siempre ahogandose entre tanto límite.
Amanda, ha crecido y aún le gusta desaparecer, huir y a la vez sigue creyendo en la libertad de la independencia. Y por eso mismo, ahora solo podría
confiar en alguien que se parezca un tanto bastante a ella misma.
En ti, quien quiera
que seas…
Comentarios
Publicar un comentario