Como dos gotas de agua.

Al nacer, la gota todavía no sabe que dentro de dos segundos morirá aplastada contra la pila del fregadero. Ilusionada, se desliza por la última curva de la cañería y se asoma a la desembocadura del grifo. La luz de los fluorescentes la deslumbra. Se siente como la viajera de tren que, después de mantener concentrada la mirada en un largo túnel, sale finalmente a cielo abierto. La inercia hace que se tambalee y que, tras un leve balanceo, caiga al vacío. Durante los primeros milímetros de esta trayectoria, la invade una sensación de vértigo. Volar la estimula tanto como pasar desapercibida. La distancia entre el grifo y la pila del fregadero es de un palmo  y medio, un trayecto tan corto como el tiempo que la gota emplea en recorrerlo. No se entretiene: filtra la luz de los fluorescentes y refleja la esfera del reloj, que asiste a un nuevo cruce, histórico, de las agujas. Comparado con cuando todavía formaba parte de una corriente, el presente le parece fascinante. A primera vista quizá no se note, pero si aumentáramos la imagen de la gota, si la detuviéramos y la reprodujéramos en tres dimensiones y le otorgáramos movimiento, detectaríamos el latido casi imperceptible de una emoción basada, por un lado, en la inconsciencia del peligro que entraña la caída y, por otro, en la falta de información respecto al propio entorno.


Fragmento de Si te comes un limón sin hacer muecas de Sergi Pàmies. 



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