Admirar | del latín admirar admirāri


Los hombres altos me provocan admiración. Observo sus cuerpos como si estuvieran posados en un museo. El cuerpo de Travis no está entre cristales, no tiene candados de seguridad. Está deseando que alguien lo toque. Los hombres altos, como Travis, me hacen recordar siempre que yo no lo soy. Y quizá sea por eso por lo que me desenvuelvo bastante bien entre ellos. Les atravieso, salgo y vuelvo a entrar. Puedo correr, desplazarme con facilidad y puedo pararme en cualquier rincón sin que casi me vean. Me escondo con ellos. Y nunca me pierdo.                                                                                              (o eso creo).

Un día cuando era pequeña me perdí en un hotel. Estábamos de vacaciones en Tenerife. Mi hermana caminaba torpemente, así que yo tendría unos 5 años. No recuerdo por qué decidí marcharme de aquel lugar. Mi madre se glorifica siempre contando esta escena cuando la gente le pregunta que si se sabe ya cuánto tiempo voy a quedarme por estos lugares. Ella normalmente responde que sin saberlo ya me estoy marchando. En el hotel activaron las alarmas, encendieron las luces, la seguridad empezó a buscarme; subieron a las habitaciones, bajaron al hall, llegaron la piscina y nada. No estaba. Mi madre mantenía un pulso estable, sin agonizar, con esa estabilidad que le caracteriza. Sin embargo, mi padre corría por todos los lados intentando encontrarme, sintiéndose culpable de no haber tenido más ojos encima de mí, pensando que al día siguiente perderíamos el vuelo, que no se moverían de allí hasta encontrarme. El hombre que vino a por mí era tan alto como aquellas palmeras que se veían en la playa desde aquella hamaca de la piscina. A los pocos segundos vi a mi padre. Me asusté al verle en aquel estado, no entendía qué podía estar pasando. De repente ya no había estrellas en el cielo. Al menos yo ya era incapaz de verlas.

Hoy Travis no me llevó en brazos de mi padre, pero mientras nos despedíamos después de haber tomado el segundo café de la mañana me sugirió la posibilidad de regresar. ¿Adónde?, pregunté asustada. De volver aquí, en un rato, cuando te despejes. Hago algo de comida, vemos un par de capítulo de Grace and Frankie y terminamos bien el sábado. Le miro sorprendida. No porque no quiera hacerlo, sino porque tiene la capacidad de decirlo en voz alta, de no tener miedo a que le dé una negativa. ¿Pueden las ganas romper con los miedos? ¿o es que Travis es incapaz de terminar él solo el sábado? Anoche nos pasamos la cena discutiendo sobre cómo nos imaginamos en cinco años. Entre sorbos de vino Travis dejaba fluir su mente y me decía que para entonces habría vuelto a Martinique, que viviría en la casa de sus padres mirando al mar, escuchando The Beatles en el viejo tocadiscos que le regaló su padre. El futuro está más cerca de lo que pienso me dice y que por esa misma razón he de pensar en él. Yo no creo que el futuro esté con Travis, pero me gusta pensarlo con él. Travis me habla mucho de su padre, me pone vídeos de cuando él era pequeño y su padre le leía cuentos. Un día Travis me regaló sus mejores fotos de cuando era un crío precioso bailando en una playa del caribe. La arena volaba por los aires. Me regaló otra que en la que jugaba al escondite con su hermano Paul. Paul también es alto, no tanto como Travis pero ambos juegan al baloncesto. Hace poco que Paul estuvo aquí visitando a su hermano. Cuando vino me fui a la playa, yo tengo ganas de conocer a su padre, pero para ello antes tengo que aprender todo el francés que pueda. Su padre también es muy alto. Admiro mucho al padre de Travis. No solo porque sea alto.

La admiración de los hombres altos va más allá de sus espaldas inabarcables, sus piernas incansables o sus brazos endebles. La mayoría de estos hombres largos tienen los brazos frágiles, como si estuvieran cansados de llevar ahí todo su mundo, como si pudieran cogerlo, apretarlo e intentar descifrarlo. Travis me suele deja encontrarme en sus brazos. Los suyos no son tan débiles como los de la mayoría. Juega mucho al baloncesto y tiene los hombros fuertes. Un día le conté el secreto de que de pequeña yo también jugaba al baloncesto. Recuerdo aquella cena cargada de chistes. Nunca llegamos a jugar un partido, tiene miedo a que pueda ganarle. Las piernas de Travis me enloquecen. A veces en la cama nos pasamos el rato contando las pulgadas que tiene cada uno de nuestros cuerpos. Me saca justo el doble. Siente que somos casi iguales, aunque no midamos lo mismos, aunque nuestro color de piel sea completamente opuesto, aunque nuestras expresiones sean contradictorias y nuestro lenguaje a veces carezca de recursos y tiempo verbales concordantes. Repite incesantemente que somos tan semejantes que podrían hacernos juntos un retrato. Y apenas veríais las siete diferencias.La mayoría de las ocasiones me despierta con delicadeza. Me besa la cara, los ojos, los labios, el cuello. El hombro, me gusta tanto que me bese el hombro. Me besa la frente, la nariz. Escucho su respiración entrecortada, nota su aliento suave en mis ojos. A veces se vuelve a meter en la cama y me abraza tanto que dejo por unos segundos de respirar. Cierro fuerte los ojos, le huelo. A vece me muerde, le gusta mucho morderme.

No les tengo miedo, pero a veces de tanto mirar a los hombres altos me agobio y aunque ellos no quieran, desaparezco.  

En la puerta le digo que voy a ir a casa a darme una ducha y a dar un paseo. No te preocupes por la comida le digo. Antes de subir agarro unas pastelas donde la marroquí. Travis me mira y sonríe. Me da un beso. Cierro la puerta con delicadeza y al girar me sorprendo de las palabras que han salido por mi boca. 

Lo que Travis todavía desconoce es que desapareceré de él también.
Quizá, lo que yo no desconozco es que hay personas que no se van nunca.




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