Libro | del lat. liber, libri.


Anoche tras salir del trabajo me puse a caminar por la ciudad. Es una ciudad que aún no conozco con exactitud así que decidí, conscientemente, perderme. La cantidad de pisos vacíos me hacían sentirme incómoda. Habitar la nada. Caminé sola por la senda de la playa, sin batería en el móvil, sin ganas de ponerme en contacto con nadie que no esté ahora mismo caminando conmigo. La respiración es profunda. Siento como el aire llega al estómago. Como pasa antes por mi garganta. Intento aplicar en mí todo aquello que hago con los chicos con los que trabajo. En cierta manera me dan envidia. A veces me gustaría volver a tener 12 o 13 años. Si pudiera les aconsejaría que intenten burlar al tiempo, que los adultos son un género en peligro de extinción. Y les daría la razón tantas veces como me hubiera gustado que me la dieran a mí; sí, a veces los adultos dan miedo y pena a la vez. Siempre he renegado de ser adulta. Y creo que aún no he conseguido serlo, me niego a ser como todos ellos. Camino por la acera de baldosas blancas. A medida que mis pasos avanzan dejamos atrás Puebla Vieja y nos adentramos en la maraña de edificios vacíos. El número de baldosas rotas va en aumento. Me viene a la cabeza Isaac. Aún me quedan varios libros suyos en la biblioteca de mi habitación. Están ahí, en la segunda de las baldas empezando por abajo. Ahora es él quien está en peligro de extinción.

Mientras la brisa del mar me despeina pienso en la multitud de libros que llegamos a acumular en los cinco años que vivimos juntos. Tantos como recuerdos. De los primeros siempre puedes deshacerte. En la última casa en que vivimos tuvimos una biblioteca de madera pintada de negro. En aquellas baldas, que temblaban, Isaac fue colocando todos sus libros. Guardó algunas baldas para mí. Aquel viernes que llegamos a la casa no hizo otra cosa que estar entre libros. Al principio decidió que fuera por temática. Sociología, Política, Novelas históricas, novelas ficción. Nunca leyó nada de comic. Yo tampoco. La concentración de Isaac era dispersa. Cada poco aparecía por la habitación me daba un beso o me tiraba a la cama haciendo alguna tontería. Paseaba por la casa, miraba por la ventana, abría la nevera. Volvía a mí, casi siempre volvía a mí. Sin embargo, la vida con Isaac no fue tan ordenada como lo era él con sus libros. Y aunque ya no vuelve a mí, aparece como un leve sueño en la siesta de una tarde de verano.

Desde el paseo marítimo observo las ventanas de los pisos, las luces doradas dejan ver a una familia preparando la cena me dan ganas de arrancar el coche y aparecer en su casa. Al poco tiempo me doy cuenta de que yo también he sucumbido a los terrores sociales de los adultos, a tener ese maldito hábito de pensar dos veces aquello que quieres hacer, a esa extraña forma de no hacerme caso, de dejar las cosas como están. ¿Pero nadie oye al mar cuando está a punto de chocar con el rompeolas? ¿están todos sordos? ¿o son todos estúpidos? Dime si los somos porque llegaré a hacerme la sorda yo también. Está a punto de llegar un tsunami, vamos a temblar todos, aquí solo van a quedar aquellos que sepan resguardarse bien.

Me siento en uno de los bancos blancos que hay entre las dos palmeras, doblo las rodillas, las junto al pecho y respiro profundo. Me preparo para todo esto que está a punto de estallar. Isaac siempre tuvo la habilidad de regalarme el libro exacto al momento que vivía. Me supo leer bien entre líneas, (re)conoció a la ingenua niña que llora ahora en este paseo interminable. Rachel Elboim-Dror y Amos Oz; esos son los autores de los únicos libros que tengo en las baldas de mi habitación. Me regaló esos libros cuando decidimos separarnos. Hacíamos juntos la mudanza, nos repartíamos los objetivos que se iba a quedar cada uno. Él me dejó esos libros como agradecimiento. Fue al salón cogió el último periódico que había comprado en aquel quiosco de Gran Vía y me envolvió los libros. Los posó encima de la cama y me besó. No fue nuestro último beso, pero fue nuestro beso de despedida.

Camino lo andado, arranco el coche. Cuando aparco no estoy en su casa, estoy en esta ciudad de almas heladas. Subo a casa, cojo el libro de Amos Oz. Al pasar sus hojas nos imagino criando a nuestra hija en algún lugar del mundo. ¿Por qué no se logran borrar las expectativas? ¿significa eso que eso le veo a él con Laila? ¿está hecha para él? ¿o él está hecho para mí? He ido acumulando muchos recuerdos, pero ninguno de ellos borra aún los que tengo que Isaac. ¿sigo deseando que él me mire y me desee? ¿o solo quiero querer a alguien tanto como a logré quererle a él? No lo logro. Paso las hojas e imagino a Laila en las espaldas de Isaac, sonriendo, jugando a que el mundo no se acabe. Es un juego donde pierde aquel que tire la última piedra. Vivimos en un kibutz perdido entre olivos y cánticos hebreos y árabes. 

Cierro el libro, los envuelvo en papel de periódico y los dejo en la puerta de casa de Isaac. Quizá esta vez tenga razón Isaac, el niño adulto que me desploma cada vez que aparece. Quizá sea la única manera de acabar con los recuerdos. 


Sergei Paradjanov Sayat Nova El color de las granadas, 1969. 

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