Agradecer | del latín gradecer.
‘Empezaré con los antidepresivos, mañana iré a ver a Helena’, ese fue el único pensamiento que consiguió dormirme. Por las noches me invade una sensación que me aprisiona y es en la oscuridad cuando aparecen los pensamientos cíclicos que, aunque sepa que ninguno de ellos va a poder solucionarse a las tres de la mañana, no consigo encontrar estrategias para pararlos y eso que lo intento. A menudo abrazo por la espalda a Thomas como si pudiera engancharme al sueño, a veces lo consigo, otras me meto en la cama en posición fetal, me pliego, acerco las rodillas al estómago, cruzo los brazos sobre el pecho y aprieto, aprieto tanto que consigo dormirme. Otras veces tengo que levantarme de la cama, llegar a la cocina y tomar un vaso de agua, beberlo como si fuera un chupito y tras notar el frío bajar por la faringe deambular por el salón, al final termino sentada en el sofá diciéndome a mí misma que no voy a poder con esto yo sola. En el sofá lloro lo suficiente para llegar a la cama agotada y poder dormirme. ¡Quisiera parar mi puta cabeza, joder! A veces me masturbo dos o tres veces, dejando el mínimo tiempo de reposo para que el cuerpo se vuelva a excitar, otras busco a Thomas y le incentivo para que me haga el amor hasta que alcance el éxtasis. Anoche no llevé a cabo ninguna de estas estrategias; me puse a escribir. Lo hago en un cuaderno amarillo que en la portada en letras mayúsculas y negras dice ‘QUÉ HOSTIA TE DABA’. ¡qué oportuno! Rellené 4 o 5 hojas con un pilot negro con cosas infumables, de palabras que no cuadraban entre ellas. Era como si salieran a destajo y se estorbaran entre ellas. Tuve entonces la gran ocurrencia de dejar por escrito lo que en ese instante me parecía una buena decisión: << Quiero empezar a tomar las pastillas>>. Eso fue lo único sensato que escribí anoche. Cierro el cuaderno y regreso a la cama. Por la mañana me despierto con un dolor de cabeza espantoso, pero logro levantarme con la fuerza suficiente para cumplir con lo que me he prometido: ir a ver a Helena. Me tomo dos tazas de café mientras intento con grandes esfuerzos levantar los párpados pegados a los ojos. Ha sido una noche densa y larga, aunque no muy diferente a las anteriores. Me cuesta recordar los argumentos que me llevaron a tomar esa decisión tan firme, pero me da un poco igual. El reloj señala que he dormido 3 horas y 45 minutos, 20 minutos de sueño profundo. Antes de cerrar tras de mí la puerta, miro también los pasos andados (876), las calorías quemadas (120), 8:27 de la mañana. ¡Vaya enganche esto del smartwatch!
De
camino al ambulatorio disfruto del paisaje carnavalesco del barrio. Hay un
hombre postrado en la barra de la terraza del bar de la esquina. Él no se ha
fijado en mi cara de enajenación al ver que en aquella balda se encuentra un
combinado mítico de anís y brandy. No puedo dar crédito de aquello y trago
saliva varias veces. Del bigote del señor se caen varias gotas de ese licor castizo
que huele desde lejos; en sus manos se encuentra la representación más
tradicional de los bares españoles de las clases más populares, parece que este
señor hace sus propios honores a la práctica a unas horas un tanto inusuales.
Es un barrio de gente humilde. ¡Mucho mejor que cualquier barrio del centro! Tanto
me sorprende la escena que decido contar el número de bares durante el camino: seis
tabernas en menos de quinientos metros y en todas ellas un número significativo
de hombres de cierta edad. ¿No es muy pronto para que ya estén casi llenos? No
habrán tenido una buena noche, pienso.
No
he cogido cita, así que busco uno de los bancos que no tiene una X roja enorme y
me siento a esperar. Son las 8:40 de la mañana de un día cualquiera. No miento
cuando digo que últimamente no sé en qué día vivo. El paso del tiempo me ha
dejado de preocupar un poco estos meses. En la sala de espera del hospital saco
el libro que tengo en el bolso y tras disfrutar de unas pocas páginas de
aquella novela, leo una frase que dice algo así como que uno cobra
conciencia de sí mismo en su relación con el prójimo; y por eso la relación con
el prójimo es insoportable. Esta idea no es nueva, ya decía Vygotski
a finales del siglo XX que la interacción con los otros es la clave para el
desarrollo cognitivo. Todos alguna vez hemos caído en ella; a través de libros,
la universidad o la maldita experiencia humana, sin embargo, Michael
Houellebecq la desarrolla tan real y sórdida que en este lugar donde nos
congregamos para definir nuestros males me termino desarmando. Es el lugar
apropiado para lamentarse pienso mientras observo el percal de esta sala llena
de carteles que se repiten. En todos ellos una frase en mayúsculas ‘obligatorio
mascarilla’. Nos toman por gilipollas, como si no lo supiéramos. En este
espacio frío y poco luminoso me acompañan dos señores ya jubilados; uno sentado
al lado del otro, dejando la distancia prudencial que se obliga tras la
pandemia, concretamente dos sillas de plástico muy incómodas, aunque creo que
esto último no es obligatorio. Uno de los señores camina muy lento cuando le llama
el médico desde la puerta. El señor que queda a la espera viste un chaleco
marrón de cuello en pico y unas playeras blancas que tienen pinta de ser
bastante cómodas. Tras la marcha de su acompañante, justo antes de que agache
la mirada pude percibir el miedo en sus ojos. Me hubiera gustado saber qué
había más allá de esa mirada, imaginé una o varias enfermedades y entristezco
por momentos. Enfrente de mí hay un matrimonio de aproximadamente unos 60 años;
el hombre muy cascado por la vida deambula por el espacio omitiendo cada una de
las órdenes que le da su mujer. Juan tiene las mejillas rojas y desde mi
asiento puedo ver cómo irradian de ellas varios vasos sanguíneos que van a
todas las direcciones. El contraste que hace su cara enrojecida con el polo
blanco que lleva puesto es bastante llamativo y no puedo parar de mirarle. Sé
que se llama Juan porque la esposa alza la voz como si estuviera sentada en el
sofá de su casa, diciendo a Juan dónde tiene que sentarse, lo que tiene que
decir, lo que tiene que hacer. Siento lástima por Juan porque hoy no ha
decidido ponerse él aquella ropa. Realmente no creo que haya decidido mucho
sobre su vida aquel hombre. Parecen llevar toda la vida casados sin estar nunca
juntos. Me doy cuenta de que el señor del chaleco marrón ya no está porque he
seguido a Juan con la mirada y se ha sentado justo en el asiento que se ha
quedado vacío. La mujer desde lejos no le quita el ojo de encima. El control
que tiene aquella mujer sobre su marido es más opresivo para ella que para su
marido, al que es obvio que es incapaz de parar. Delante de mí, a la derecha de
aquella señora frustrada, tengo a una chica joven que no ha de tener más de 35
años, nada más mirarla siento una extraña sensación de vacío. La chica no
levanta la cabeza, cruzada de piernas y con la espalda hacia delante, con los
codos encima de sus rodillas mira la pantalla del móvil buscando algo que
parece no encontrar. Las puntas de su pelo rubio le rozan los hombros y hacen
un ligero balanceo que me recuerda a un columpio. Entiendo que no quiera mirar
a su alrededor ya que el panorama de la sala de espera es lamentable y a mí
hace que se me caigan las lágrimas, lágrimas que cuando llegan a tocar mis
labios las saboreo delicadamente como si quisiera recuperarlas. No es la
primera vez que lloro en esta etapa sin embargo sí es la primera vez que lo
hago en público. No siento vergüenza, pero agacho la cabeza porque nunca ha
dejado de ser algo íntimo. Busco la mirada de aquella chica, esperando quién
sabe si unas pocas migajas de complicidad o cercanía, pero no la encuentro. Admito
para mis adentros que ha sido la insoportable relación con los otros tal y como
dice Houellebecq, con ellos y conmigo misma lo que me ha traído a conocer esta
sala de espera.
Tras
no haber encontrado cobijo en la mirada de nadie vuelvo a ‘Plataforma’ el libro
que está haciéndome cuestionar mis propios deseos, deseos en el más amplio de
sus significados, los afectivos, los sexuales, los personales… los deseos de la vida en general y he llegado
a la conclusión que tengo cierto miedo de ellos porque no todos dependen de mí,
sino del mundo – general y particular - y confirmo una vez más lo que dice
Houellebecq. Una mano me toca el hombro derecho y al girarme se me escapa un
quejido con el que la mujer de Juan me clava la mirada como si estuviera también
prohibido asustarse en la sala.
-
Hombre,
Alicia. ¿qué tal estás? Hace mucho que no sabemos de ti. ¿cómo te encuentras?
¿cómo vas? ¿estás mejor? – dice una mujer con bata blanca.
Reconocí
la cara de aquella mujer en un solo segundo incluso con la mascarilla puesta. Desde
que llevamos mascarillas logro hacer una interpretación más detallada de las
miradas que la que hacía antes del 2020. Estos ojos sonríen, puedo notarlo. Parece
sincera, pero yo no puedo articular muchas palabras juntas debido al 80% de
ansiedad con el que cargo desde hace unos meses. Me pongo de pie de manera
automática y como a penas logro expresarme en condiciones normales, le repito
el guion que me he aprendido:
-
Bien, bien,
poco a poco, bien bien. He venido a ver a Helena, añado con una sonrisa
forzada.
Es
obvio que es intencionado lo de repetir aquel adjetivo varias veces, sólo así
espero que no quede ninguna duda de que no quiero que me pregunten más. Es una
sorpresa bastante agradable ver a esta mujer y tengo muchas ganas de
preguntarle cómo se encuentra su hijo, cómo están los chicos en general, se me
ocurren muchas preguntas que hacerle, sin embargo, antes de que se atreva a
preguntarme cuándo voy a incorporarme a la asociación le pregunto si sabe si
está Helena. Hago esfuerzos por no tener información de nada ni de nadie del
trabajo, Helena me lo ha recomendado y yo me he puesto en sus manos.
- - Sí, sí, claro
que está Helena, pero ¿no tienes cita?
- - No, sólo
quiero comentarle algo rápido.
Justo
en ese momento la mujer de Juan se acerca a nosotras y le pregunta a Laura - la
auxiliar y madre de Pablo - algo acerca de la segunda dosis de la vacuna del
covid-19. Aprovecho esa ocasión para despedirme ágilmente de la madre de Pablo.
Me siento satisfecha por no haber hablado del trabajo. Doy varios pasos hacia
atrás y me choco con el señor del chaleco marrón que ya sale de la consulta. No
parece más tranquilo que cuando entró. Observo sutilmente la conversación,
ciertas indicaciones me muestran que la conversación se está acabando y aunque me
hago la distraída, Laura se acerca donde mí.
- - Bueno,
Alicia, que nos han interrumpido. No me quería ir sin decirte que te echamos
mucho de menos y que esperamos que te encuentres mejor pronto para que vuelvas
cuanto antes.
Sus
palabras me emocionan tanto que se acumulan las lágrimas en los ojos. Joder, no
se dará cuenta que me está poniendo esto muy nerviosa, si al menos pudiera
dejar de llorar le respondería algo, pero soy incapaz. ¡Que alguien haga algo
para que se vaya ya, por favor! Siempre me ha parecido muy duro tener que
decirle a alguien cuándo ha de marcharse y no va a ser hoy cuando lo consiga,
así que me bato en duelo con su mirada. Aguanto fuertemente para que no le
quede más remedio que marcharse. Se despide de mí con una caricia en el brazo –
gané-, pero tras su marcha, mi percepción es otra: necesito que aquella mujer
robusta me abrace hasta que salga Helena de la consulta. Me acerco lentamente a
la consulta número 8, doy pequeñas vueltas por la sala, de un lado para otro sin
alejarme mucho de la puerta, camino sin parar durante un lapso de tiempo que no
podría definir. Se ha ido sin haberle dado ningún tipo de explicación de por
qué he dejado de trabajar, me siento en deuda. Sentirse en deuda puede llevar
al ser humano a las más crueles situaciones, olvidando su dignidad y aunque yo
no sepa dónde se encuentra la mía en estos momentos, he decidido no explicar
las razones que me han llevado hasta aquí, al menos no verbalmente. Mientras
deambulo por la sala rebuscando algún cartel que no hable del covid, Juan y yo
nos tropezamos y al mirarnos nos dimos cuenta de que ambos hemos perdido el
control de nosotros mismos y lo peor es que ninguno de los dos parece saber con
exactitud cuánto tiempo va a llevar recuperarlo. Tuve el impulso de averiguar
más acerca de Juan, pero me conformé con las ideas preconcebidas y los
prejuicios que mi cabeza había construido desde que el matrimonio llegó a la
sala. Helena salía con prisas de la consulta y me interrumpió de mi
ensimismamiento.
- - ¡Alicia! ¿pues
cómo? Hoy no teníamos cita, ¿verdad?
- - No, no. Sólo
quería comentarte una cosa rápida.
- - Claro, no te
preocupes, si esperas a que atienda a un par de personas podremos charlar
tranquilamente.
Juan
pasa cerca de mí y el olor que desprende a alcohol y a mugre sin estar
aparentemente sucio me da repulsión. Me pone de los nervios las vueltas que está
dando. ¿No se podrá sentar ya de una puta vez? Ouf. Ouf. Inspiro y expiro. Otra
vez. Ouf. Pienso en la respuesta de Helena y me relajo, al final consigo sentarme
en unas de las sillas. Me cita cada dos o tres semanas para hacer un
seguimiento, me pregunta cómo voy y luego soy yo la que no para de hablar. No
le cuento más que penas, augurios y miedos, ella siempre escucha atentamente
durante aproximadamente 20 minutos. Me siento afortunada del tiempo que me
da. A veces me gustaría contarle cosas
como que canto cuando estoy muy triste, que llevo días cantando ‘Fold Your
Hands Child You Walk Like A Peasant’ de Belle and Sebastian. No es un dato
significativo para cambiar algo de mi tratamiento, sin embargo, cuando lo escucho
y canto esas canciones logro creer que llegará el día que me encuentre bien, y
eso sí que me gustaría que lo supiera. Es un disco precioso que no para de
reflexionar sobre el sentido de estar girando en el mundo. Las voces tan dulces
y tan poco tratadas me hacen pensar que la vida es impredecible y que nada de
lo que pensamos lo podemos controlar, ni si quiera a nosotros mismos. Nos
podemos romper en cualquier momento, Helena hace hincapié en que romperse no es
malo, dice que incluso puede ayudarnos. Aún esto no lo veo todavía.
Helena
regresa a la consulta y hace pasar a Juan y a su mujer. Retomo el libro. No
está siendo una lectura fácil, de hecho, no se lo recomendaría a mucha gente. Un
lenguaje áspero y crudo que a veces se me hace cuesta arriba y me va dejando vacía
al pasar las páginas, ¿por qué habré decidido empezar este libro en el momento
que más sola me siento? No he escrito ni leído nada desde hace muchos meses y desde
que Helena, bajo su supervisión como profesional médico, consideró que yo no
estaba bien para trabajar he vuelto a leer y a escribir. Estos dos procesos
que, aunque son independientes, siempre van en paralelo, se benefician
mutuamente. Desde que tengo conciencia la escritura ha sido para mí el único
refugio que he tenido. Empecé con diarios cuando era muy pequeña, luego fueron
cuadernos que iba acumulando en los cajones, los cuales no tenían una
estructura lineal ni estructurada, había tachones, palabras que se repiten en
los márgenes. ¡siempre me ha gustado escribir en los márgenes! Escribir me
hacía sentirme a salvo, sin embargo, ahora cuando me pongo delante de un papel
en blanco tengo miedo a lo que las palabras puedan decir de mí. Esto de vivir
sin escribir es peligroso, hace que la vida te arrastre y te termines conformando
con producir para el sistema y hacer tus funciones vitales básicas sin mucho
regocijo. Al escribir emprendemos un viaje sin destino aparente donde entramos
en conflicto con las palabras. Comenzamos a escribir porque estamos perdidos o
porque nos gusta sentir que lo estamos. Al escribir nos comportamos como si
supiéramos cosas que nunca hemos logrado entender, buscamos ser alguien que no
mostramos, ese alguien que no reconoces, porque es alguien con quien quizá no
te tomarías nunca un café. Al escribir me siento indomable.
El
olor a mugre de Juan es el aviso de que su tiempo ha acabado. Su esposa le tira
de la mano mientras le recuerda cuáles son los siguientes eventos de la mañana.
Juan mira a todos lados menos a su mujer. En el cartel de la consulta nº8 pone
que Helena es médica de familia. Me tiene un poco confundida ese cartel, solía
pensar que un médico era alguien que solo receta ibuprofeno o paracetamol y
apenas te mira a la cara en la consulta.
-
Puedes pasar
ya, Alicia.
Los
asientos de la consulta son bastante más cómodos que los de fuera y al sentarme
me doy cuenta que yo tampoco he visto la cara de Helena nunca, Helena tampoco
la mía. Siempre lleva la FPP2 por encima de su pequeña nariz, casi tapándole
los ojos. Desde el sillón negro de cuero diviso unas fotos colocadas por orden
de nacimiento de sus tres hijos, lucen en el mueble de madera donde también se
encuentran varios manuales médicos, libros sobre diferentes enfermedades… Todo
parece indicar que Helena sí es médica. En la consultan se me pasan los minutos
volando. Como cuando escribo, las palabras me salen atropelladas.
En la asociación dejé los informes sin acabar, a las personas sin
atender, demandé menos horas de trabajo o en su caso menos responsabilidades, sólo
quería cumplir mi maldito horario y poder llegar a casa a una hora razonable. Di
muchísimas explicaciones, quizá, a quien no se las merecía. ¿Tendría que haber
reaccionado de otra manera? ¿Podría haberlo hecho mejor? La verdad es que no sé
muy bien qué es lo que se esperaba que tenía que haber hecho para no causar
tanto fastidio a los demás, pero sí, imagino que obviamente podría haberlo
hecho mejor, pero estoy harta de la culpa con la que cargo todo el día. Yo
también creo que la gente podría hacerlo mejor. Les molesta que no me encuentre
bien, puedes pensar que exagero cuando digo tal afirmación, pero les irrita tener
que gestionar que no soy la misma persona que antes; que reía constantemente,
que estaba preocupada por los demás, que buscaba el placer en todos los
recovecos y en realidad lo que les indigna es que ya no pueda preocuparme tanto
por ellos. Es como si mi yo de ahora alterara el estado ‘natural’ de lo que se
esperaba de mí. La nostalgia que siento de mí misma se parece al sentimiento
que tenemos al recordar un lugar o una etapa del pasado, y aunque esta
nostalgia no esté ligado a la felicidad, a veces creemos que sí. A mí lo que me
duele es haber acabado así, harta de mí misma, de mi trabajo, harta de que no
se me escuche. Harta de que yo tampoco sepa demandar aquello que necesito, pero
joder cuando lo hago qué menos que la gente escuche, ¿no?, joder, ¿es tanto
esto que pido? ¿Por qué la gente cada vez se ha vuelto más individualista? Me
da mucha rabia todo esto. Me duele el presente, esta sociedad de mierda en la
que me veo incapaz de poder cambiar lo más mínimo, me duele el simple hecho de
tener nostalgia de eso que fui. Y a veces ese sentimiento me hace vagar por
lugares donde fui feliz, a veces quisiera aparecer en ellos como si por arte de
magia todo fuera a volver a ser como antes. Las palabras de Helena me muestran
que todo esto es un mero entrenamiento para la vida, lo sé, pero joder, estoy
cansada y no tengo fuerzas. No tengo fuerzas y por eso quiero empezar a tomar
las pastillas, creo que me pueden hacer bien. He pensado mucho sobre lo que me
dijiste de que tenía que estar segura de tomarlas, que tú estabas segura de que
me iban a hacer bien, al menos a estar más tranquila, confío en ti, Helena,
porque de mí ya no me puedo fiar. Así que empecemos con el tratamiento.
Helena
mete unos cuantos datos en el ordenador e imprime lo que va a ser mi receta. Me
esfuerzo mucho en sonreírle con los ojos, pero le agradezco tanto estos
momentos que terminó diciéndole lo bien que me viene hablar con ella.
- - No te
preocupes, Alicia, soy médico de atención primaria, es mi función.
La
corroboración me deja perpleja. No puedo decir que el profesional del sistema
de salud pública no se implique o sea poco trabajador, pero he tenido alguna
que otra mala experiencia a lo largo de los 31 años que tengo. Creo en la
sanidad pública, pero creo también que otros muchos médicos deberían parecerse
a Helena. Le vuelvo a dar las gracias, me despido y salgo de la consulta.
Fotografía: Graciela Iturbe |
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