Historias (in)acabadas



Lleva días sin salir de la habitación. Cruza por el pasillo como un forastero con jet lag en ciudad ajena. Sus ojos miran al suelo constantemente como buscando una aguja en un pajar. Dice que tiene acabar pronto la novela, que tiene que entregarlo a Juan, el editor, dentro de dos semanas. Me mira sin mirarme, con los ojos cansados, buscando que alguien apague la luz. Me repite que ya no le dan más tregua, que está agobiado con las fechas. Dice que en dos semanas pero lleva así un mes. Se encierra durante días en la habitación. Alquilamos precisamente este piso por esa segunda habitación que adaptamos para poder escribir. Él su libro, yo mi tesis. Era la mejor de toda la casa, sus ventanas miran a la Sierra, a la Alhambra, a Granada. Ahora odio esa habitación. Él va amontonando tazas de té unas encima de otras, olvidadas en baldas o tiradas en el suelo. Antes le obligaba a salir, a comer, a dormir y a hacerme el amor. Pero la semana pasada me convencí a mí misma de que debía dejarlo tranquilo y ahora, que he dejado de ser su madre, apenas le veo, apenas dormimos juntos, apenas sé que existe y bueno, lo de hacer el amor, eso sólo puedo imaginármelo. Él y su libro tienen horarios distintos. Escribe cuando todo el mundo duerme, duerme cuando todo el mundo desayuna y desayunar, eso, creo que ya no se lo permite. 


Últimamente somos dos compañeros de pisos monótonos, desastrosos e insoportables que no comparten ni un buenos días. Le conocía demasiado bien antes de irnos a vivir juntos. Pasamos más de cinco años examinando la maldita conexión irracional que nos une. Y a mí siempre me gustó ese planeta en el que vive, a veces tan lejos de nosotros que llega a darme miedo pero que me tiene enganchada desde que le encontré apoyado en esa ventana mugrienta. Quizá el problema es mío, que me encanta meterme en la boca del lobo, que me gustan los locos perdidos en el mundo, los cuerdos que nadie entiende.

Maldito Septiembre, que aquí en Andalucía nada se pone en orden, que aún siguen los termómetros a 30 grados. El cielo me dice a gritos que lo mire, que aproveche esta noche y que baje a bailar a plaza nueva. Sin decir una palabra, me ducho, me pongo los zapatos y ardo por encontrar un buen/a leader que me haga olvidar las noveles que no acaban, las tesis que no empiezan, los cuerpos muertos en habitaciones que no se abren. Sin decir una palabra y el ‘Tú no sabes lo que es eso, tú no sabes que presión tengo con todo esto’ retumbándome en la cabeza. Me marcho sin abrir esa maldita puerta de gente amargada y caras de perro. 

Son las tres de la mañana. La puerta de la casa hace un ruido espantoso y ahora que todo el mundo está soñando, descifrando los escondites de la vida, parece más ruidosa aun. Decido tocar ese cuerpo que me vuelve loca y cruzar la puerta, olvidar las caras de perro y dormirme en su pecho pero antes debo pasar por la cocina a beber los tres vasos que recomiendan para no tener resaca mañana. En la cocina, la mesa está puesta, la comida fría en los platos y un papel que dice ‘ hoy hace 10 años que apareciste por esa maldita puerta’. 


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