Revoluciones imposibles



Todo preparado. Ya está todo listo, pensó.  Se había pasado toda la tarde preparando la cena, ordenando la habitación, colocando las fotografías del salón. Todo estaba en orden, excepto su vida. Enciende las velas. Mierda, falta la música, repasó agitado. Había preparado la mesa con toda la vajilla que compró en Marruecos. Recuerda ese viaje con nostalgia mientras busca el disco de Switchfoot entre las baldas. Tercera balda a la izquierda, justo detrás del de Nacho Vegas y delante de aquel disco de Cantenca de Macao que compraron en el Fnac de Bilbao a cambio de 2 entradas para el concierto. Marruecos fue amargo y dulce a la vez. Amargo porque los ojos más bonitos de la ciudad se quedaban al otro lado de la frontera pero dulce porque pudo pensar menos en ella de lo que había previsto. Layla y él siempre pensaron en ir juntos pero ella en verano tenía otros planes organizados sin él. Aun así Layla le acompañó hasta las últimas barreras del aeropuerto madrileño. Y él se pasó quince días entre los Grand taxis marroquiés que sin prisa y con pausa lograron no matarle ni atropellar a nadie. Buscó por los mercados los mejores precios de platos, vasos y demás enseres y se llevó siempre uno más de cada, dando por hecho que en el algún trayecto loco alguno se rompería en mil pedazos. Si al llegar a España todo estaba sin cicatrices, se los regalaría a Layla. Lo que él no sabía es que los cinco sentidos de los marroquiés se convierten en 8 entre tanto estímulo. Y Layla tuvo sus regalos envueltos al más estilo vintage con papel de periódico escondidos por los armarios de la cocina. 

Hossein zare

Somos los de siempre, se repetía constantemente en su cabeza. Pero algo le tenía inquieto, el esperar nunca se le dio bien. Quizá solo eran las ganas de saber qué les había pasado en sus vidas durante tanto tiempo o más bien los nervios de volverla a ver. Sólo habían pasado cinco meses pero con ella siempre estalla la revolución.  

Mesa preparada. Vino recién sacado de la nevera, que no esté ni muy frio ni muy caliente, le comentó aquella mujer de la pequeña tienda donde lo consiguió. Un buen vino de Valladolid que compró hace quince días por alguna calle entre Tribunal y Gran Vía donde una mujer con unas pocas canas y muchas historias que contar al mundo le explicaba a la perfección cada uno de los vinos que había en esas estanterías de madera. Mientras aquella mujer no paraba de hablar Isaac buscaba entre lo poco conocido y lo mucho que conocer el vino que seguramente criticaría Pablo. La mujer y él hablaron de sabores afrutados, de miel y de Sierra. Tras dar con el vino que acariciaría los labios de Layla se despidieron y prometieron verse pronto. Al recordar a aquella mujer por un momento los nervios habían desaparecido.
El timbre sonó rotundo. Layla no podía ser, de eso estaba seguro. Hoy no iba a venir la primera, por mucho que le costara llegar tarde. Abrió la puerta y los brazos de Pablo le inundaron de repente, apenas le dio tiempo a reaccionar. Pablo entró decidido, pisando fuerte. Ya no tenía miedo. Desde su viaje sin lujos por Asia, además de aprender a comer insectos se alistó al lado de los valientes. Pablo dejó el postre encima de la mesa de la cocina. Días antes se había excusado con un – ‘ya sabéis que no sé cocinar, así que dejadme a mi ponerle la guinda al pastel’. 

Layla y Paula se encontraron en la parada de metro de Tribunal. Los días antes al esperado reencuentro el móvil de Paula vibró en mitad de la clase de inglés. ‘ ¿Nos vemos tú y yo antes de la cenita con estos dos locos? Quiero darte un achuchón grande y hablar un poquito tranquilas. Te espero en Tribunal a las 20:30. Ten buena semana pequeña saltamontes’. Paula no contesto, aún no había reducido toda la rabia que se había acumulado por el desplazamiento en la vida de Layla. Paula, que sonrió al leer aquel mensaje, recordó los mejores momentos juntas y durante esa semana se prometió solo recordar aquello que la seguía atando a aquellas personas que le habían hecho, por momentos, la vida más fácil. El abrazo lo pudieron disfrutar todos los usuarios del metro que de camino a ninguna parte y entre tanta prisa se unieron a ellas. Y en menos de un minuto habían dejado atrás todas las historias, las falsas llamadas de teléfono, los silencios, las malas lenguas, los improvistos y las rabias no controladas. Todo era como antes. 
 
¡Qué necesarios son y qué pocos damos! Pero dime, ¿tú abrazas a menudo? ¿Cuántas veces has sentido un abrazo de esos que te dejan sin respiración? ¿Ayer? ¿El año pasado? 

Tras el paseo de reencuentro, las chicas tocaron el timbre. Se abrió la puerta y Paula cogió de la mano a Layla. Somos los de siempre y todo está bien. Ese gesto hizo que Layla se sintiera fuerte durante toda la noche y pudiera traspasar esa puerta sin perder su eje. 
El primer encuentro fue dirigido por Paula. Como siempre, ella tenía la capacidad de conducir sin dolor y de tranquilizar sin romper los frenos. Después de ponerse al día, ya sentados, con la botella casi vacía y los estómagos llenos. Alterados pero tranquilos, las miradas se ponían en bandeja, cruzaban la mesa, de las manos a la boca, de la boca a la basura que al final, se tiraban con aquellos restos que se habían quedado fríos o secos.

-         - ¿Os acordáis cuándo hicimos aquella asociación en la Universidad? Qué inocentes éramos. Al final hemos dejado los ideales por la tranquilidad y la moral por la comodidad. - recordó Pablo entre risas contagiosas. 

-      - Creo que todos hemos hechos pequeñas revoluciones estos años. Quizá más internas e íntimas pero al fin y al cabo revoluciones. Y creo que aún en algunos de nosotros permanece la idea de poder cambiar algo, aunque sea en uno mismo, ¿no?. - concluyó Isaac mientras se echaba la pequeña muestra de vino que aún permanecía en la botella.

-          - Estamos confundiendo términos. ¿De qué revolución estamos hablando? De la antigua revolución solo nos queda eso, -revolución-, la palabra. Vivimos pero nos dejamos la ética en el bolsillo. E incluso no sabemos ni qué pensamos. Ya no concuerda lo que decimos, con lo que hacemos y mucho menos con lo que pensamos. - reflexionó Paula. Aunque aún mucho seguimos luchando por un sueldo digno y no tener que compaginar varios trabajos de mierda para poder sobrevivir. - Terminó por concluir con la fina voz que le caracterizaba. 
 
      Isaac recordó la vida con Layla. Eso sí que había sido una auténtica revolución. Los viajes, sus escapadas y sus retornos, locuras y corduras que se entremezclaban. Recordó la inquietud constante, su extraña manera de pasearse por los días, sus bailes en el lado oscuro de las preguntas sin respuesta, su voluntad por parecer una persona normal, sus esfuerzos por salir de la caverna. Recordó los viajes sin billete de vuelta, durmiendo en la calle, abrazados dándose un poco de calor en las noches alemanas. Recordó el viaje a Polonia cuando se pasaron la mitad del viaje visitando orfanatos. Se pasaban la mitad de la noche desorganizando planes, describiendo al detalle la cara de los niños que jugaban con ellos en los parques sin columpios. Recordó el estado de alegría cuando decidieron no subirse al avión. Pensó en lo que hubiera perdido si él no hubiera seguido sus pasos. Celebró de nuevo la cena con el ruso cristiano, con la argentina judía y con el vasco ateo. Recordó el día que se bajaron corriendo del tranvía porque no tenían ticket. Visualizó la cara angustiada e histérica de Layla y recordó cómo los nervios le provocaron estar toda la mañana bailando entre las calles más feas de Brno.
Nosotros sí que hacíamos revoluciones. 

Y de repente se sintió como el vaso, que nunca se destrozó en Marruecos, aún en una pieza pero roto por dentro, con muchas cicatrices sin curar.


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