Tres mujeres en una
La mesa
está llena de álbumes de fotos. En silencio se levanta con cuidado y mucho
esfuerzo de la silla de madera que cruje como el primer día. Aprovecho para
mirar cada rincón del salón. Cuatro paredes que recrean la historia de una
familia que cruje como la silla que me sostiene. Materiales y personas de
antes, de esos que, aun soportando mucho peso y durante mucho tiempo, se
mantienen fuertes. Se escuchan ruidos y voces del piso de arriba. No se logra
entender nada pero parecen estar discutiendo. Ahora se acerca a mí. Parece
haberse peinado con mucho esmero y cuidado esta mañana. Tiene los labios tan
finos que los ha intentado disimular con un poco más de pintura de lo habitual.
Trae en sus manos una caja marrón llena de fotografías. Historias y más
historias. Camina despacio pero erguida, todo lo que puede. Estoy a punto de
levantarme para ser su apoyo pero la veo sonreír cada vez que da un paso y pienso
en la emoción que es ‘superar algo cuando creías que no podías’. Poco a poco se
va sintiendo más cómoda con el peso de la caja en sus manos. A los cinco pasos,
se para, estira la espalda y deja caer al aire ‘la vida ahora va más despacio
que antes’. Sin acelerar el paso, se va sintiendo cada vez más tranquila. Posa
encima de la mesa una caja marrón con los bordes arrugados llena de
fotografías. Fotografías; rasgadas, rojas, viejas, en blanco y negro, rotas,
que llenan la mesa de cristal que ocupa casi más de la mitad del salón. Llevamos sólo media hora juntas y ya se palpa
una complicidad que, a veces, solo entre mujeres se siente.
-
Los domingos en verano casi siempre hacíamos lo
mismo. Yo, hija, me levantaba y no se escuchaba todavía nada en la calle. Aún era
de noche, a punto de amanecer. Casi lo primero que hacía era me mancharme las
manos pelando patatas mientras se hacía el café. Tortilla de patatas, filetes
de lomo con pimientos y varios botes de aceitunas. Y si sobraba para el lunes. –
me comenta mientras me señala una foto tomada en la playa de Mataleñas.
Domingo
de Agosto de 1985 en Santander puedo leer en la parte trasera de la foto.
Sus
manos siempre frías llevan las uñas pintadas. Sus manos acarician las fotos y
van separando una a unas. El color rojo de sus uñas llamada la atención entre
el blanco y negro de las fotografías. ‘Cada
semana me las pinto de un color. Nunca antes pude pintármelas. Para qué si me
pasaba toda la vida fregando platos’. Mientras rebusco entre la caja de
recuerdos, ella saca de un armario blanco tres tazas distintas. Pequeña y roja.
Grande y blanca. Verde y pequeña. Todo es diferente; las tazas, los cuadros,
ella. La casa empieza a oler a café y yo comienzo a relajarme. La selección de
fotos que ella va a haciendo no coincide con la mía. Su colección está cargada
de recuerdos, de los buenos, de los que ella quiere mostrarme. Las fotos, que yo
elijo, son las historias que aún no cuenta.
- Aquí estoy yo con mis hijas. Casi siempre solas.
Mi marido se ha pasado toda la vida trabajando. Aprendí a estar sola, sin
embargo todo lo que hacía era para mis hijas o mi marido. A veces pienso en qué
hubiera hecho, dónde estaría ahora si hubiera estado de verdad sola. Sin
marido, sin hijas. Pero bueno, ya nada se puede hacer. Aunque no niego que a
veces fantasee y me invente historias.
Entre
las fotos aparecen trocitos de cartas con letras grandes y en cursiva, alguna
postal de Alemania y tickets quebrados de museos. Ella, es de esas mujeres que,
no pudo leer a Lagarde, ni a Federicci. Apenas pudo ir unos años a la escuela.
No conoce a Curiel y ni si quiera Bouveaur o Campoamor aparecieron por su
mesilla de noche. Sin embargo esta mañana en su voz aparecen todas ellas. Nos
miramos a los ojos y nos vemos. Nos gusta lo que vemos. Los silencios son esos
espacios perfectos para dejar fluir la memoria, los rincones de los recuerdos a
los que apenas se llega en el día a día. Me he obligado a no cortar estos
momentos. La importancia de estar en ellos, de habitarlos. A veces las palabras
no dicen nada. Tras un pequeño y solemne paseo por la memoria, rompe el
silencio preguntándome si tengo pareja. La miro levemente y la niego con la
cabeza. Ella me mira orgullosa.
-
Ay, hija. Aquí, en esta misma silla donde estoy
ahora me he pasado muchas noches esperando a que llegara mi marido de trabajar.
Y ahora quién me dice a mí si venía de trabajar. Cierto es que no nos ha
faltado de nada. Pero aquí, sentada, como una imbécil. A veces hasta dormida me
quedaba. Como una imbécil, sí, lo que oyes. Si me permites un consejo, tú no te
cases. Quiere y ama todo lo que puedas y a quien quieras, sea como sea, de
donde sea y como sea pero no te cases.
Para un
segundo a coger aire y prosigue diciendo:
-
Pero no creas que fui tan imbécil… al menos le
enseñé a mi hija que ella no hiciera lo mismo.
Hoy ya tiene el pelo blanco y
casi tantas marcas en la cara como fotografías hay en esa caja. Hoy, que ya no
tiene ataduras, que ya no tiene fuerzas, que ya apenas le queda tiempo es capaz
de tirar los muros y poner en palabras los deseos, los hechos, los pensamientos,
los sufrimientos que fue vivir como mujer desde que nació en el 1929. Y quizá
sea hoy más feminista que nunca.
Yo absorta en sus palabras, me
quedo pensando en ellas, las mujeres que me rodean. Me acuerdo de mi madre y
pienso en todas las cosas aprendí y aprendo con ella. Sin embargo, hoy, en este
mismo momento, pienso en la suerte de poder estar aprendiendo las tres juntas.
Mis raíces están en el cielo. Los pinares de Liencres - Estefanía M.Díez - |
Lo mejor de todo, que tuve suerte de que tu fueses una de las mujeres de mi vida.
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