Lo nuestro son polvos en el aire | Vol. XIII.
Durante
la primera etapa del viaje apenas se hacía duro el trayecto. Manejar
correctamente el aire cálido y seco que entraba por la ventana de la furgoneta
era todo un reto. En cada kilómetro que nos alejábamos de la ciudad las distancias
se acortaban. Estábamos cada vez más cerca de la frontera; del silencio, de la
nada. Difícilmente se diferencia la carretera del arcén. A ambos lados de la calzada
los niños esperan ansiosos la llegada del autobús amarillo que les recoge para ir
a la escuela. Hemos adelantado ya dos de esas furgonetas grandes amarillas pintadas
de negro con letras árabes lo que parece ser ‘bus escolar’. Hombres y mujeres
se cruzan en sentidos contrarios. Algunos se saludan durante varios minutos,
otros alargan esas charlas hasta la hora del rezo. El mapa que hay encima de
mis piernas señala que aún nos quedan unos cuantos kilómetros para nuestro
destino. La distancia existente entre pueblos cada vez es más larga. Quiero
detenerme en cualquiera de estos lugares. Pararme, pero parece ser que no
podemos interrumpir en las vidas de aquellas personas con las que nos cruzamos.
En la furgoneta algunas están hambrientas de aventuras exóticas que contar en
Instagram y ni si quiera logran ver que la vida está a pocos centímetros de
ellas. La libertad es tan temible que ante ella solo quedan dos respuestas, la
resignación a no ser libres, incluso el deseo de no querer serlo y, por otro
lado, las respuestas de aquellas que anhelamos constantemente encararnos ante
la frágil idea de conseguirla. Puede que, sea pura fantasía mediocre de la
inventada y retorcida clase media. ¿Qué pensarán ellas al vernos? Al final
ellos como nosotros, carecemos de dignidad. Sin embargo, ellos aún no tienen
todo perdido, tienen palabras nosotros solo tenemos hashtag.
Con
la cabeza aún recostada en la ventana trasera de la furgoneta me froto los
ojos. El sonido de las palabras inteligibles de aquel conductor que nos llevaba
hasta la frontera con Argelia me recordó a la primera vez que llegué al zoco de
Granada con Isaac. Al recobrar el sentido me fijo cuidadosamente en los
detalles; la forma de las palmeras en las sombras, el polvo sucio y seco que
cae del coche de delante, en cómo caen las ondulaciones de la chica turca en
sus hombros. Detalles que seguramente sean intrascendentes, pero que hacen
bello el camino hacia la nada. Su pelo rizado me hace divagar en las decisiones
que se quedan en la retaguardia, esperando a que seamos capaces de llevarlas a
cabo. Nosotros, por el contrario, hemos comenzado el viaje sin saber por qué
decidimos estar aquí. A veces no todo se puede controlar. Sentimos impulsos
incontrolables que manejan en parte nuestra vida y hacen con ella la vida que
queremos. Sin ellos vamos muriendo a fuego lento. Giro mi cuerpo hacia la
derecha, me apoyo en el reposacabezas y observo los movimientos de Carlos con
desfachatez. Al girarme mis manos tropiezan con las suyas. Se detienen. El
clima entre estas cuatro paredes de chapa es agradable. Por el entusiasmo que
pone en las explicaciones supe que Carlos recurrido al truco de fingir que
sentía interés hacia el tema que estaban tratando. Aunque no le vea conozco los
movimientos de la cara de Carlos y sé que ahora fuerza considerablemente esa
sonrisa para que nadie sospeche que está incómodo.
Mis
manos llevan pegadas a las suyas todo el rato que dura la conversación. Las
caricias son difícilmente apreciables. Solo nos quedamos ahí, cerca. Los
impulsos son meros mensajes electroquímicos que he llegado a controlar gracias
a un gran esfuerzo personal, constante y perseverante de creer en el amor sin
poseer, sin agobiar. Esos impulsos provocados por el contacto de mi piel con la
de Carlos, a estas alturas pueden ser fácilmente controlables, aunque a veces
me gustaría no haberme esforzado tanto porque me siento bien queriendo a
Carlos. Impulsos que me hacen pensar que podría irme con él a cualquier parte. Sus dedos me demuestran una vez más que lo nuestro son polvos en el
aire.
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