Decidir | del latín decidĕre

De acuerdo al deseo de Thomas nos adentramos en el pueblo en busca de un bar donde saciar la sed. Atravesamos una calle de dirección única, los coches vienen de frente y hace tanto calor que sin hablarlo nos ponemos a la sombra. Las ventanas de las casas tienen contraventanas de madera de diferentes colores. Al mirarlas, Thomas y yo divagamos sobre las vidas de las personas que están dentro, imaginamos sus conversaciones mientras disfrutamos de la tranquilidad de un pueblo casi en silencio. En mitad de la acera hay una furgoneta gris que nos impide el paso y justo al pasar, de una casa blanca que queda a nuestra derecha van saliendo personas con cajas y muebles. Thomas se puso a disertar sobre las posibles razones que tenía aquella familia para hacer lo que él pensaba que era una mudanza. Aunque a veces le gusta hablar en voz alta con el único fin de escucharse a sí mismo, esta vez tuve la sensación que pretendía con esas palabras tratar algo considerablemente más importante y que nos acercaba de manera sutil a pensar sobre la posibilidad de vivir juntos. Al hacerlo me da la sensación de que sólo quiere hacerme dudar y quiere depositar en mi cabeza esta incertidumbre. De la puerta de madera sale lo que parece ser una aparente familia normativa, primero un niño que debe tener cerca de 6 años con una maleta de ruedas de colores azules y rojos, otro un poco más alto con una caja perfectamente envuelta, de unos 11 años. Al pasar aquella escena, Thomas se puso a imaginar cómo sería su vida en otro lugar que no fuera la ciudad que le ha criado, a la que volvió obediente después de haber estudiado fuera aquel ciclo formativo de grado superior del que reniega tanto. Por su voz, que mostraba un tono elevado de ironía, se entendía que tenía que ocurrir algo realmente extraordinario que le obligara a hacer una mudanza similar a la que cargaba aquella familia. Thomas suele dar por hecho muchas cosas y esta vez es otra de ellas; me pregunta cuál sería el lugar al que me iría yo. Si me pongo a pensar en ello detenidamente no se me ocurre un sitio mejor donde poder estar en estos momentos. Es obvio que esto solo lo pienso con intensidad, como si quisiera que de la fuerza él pudiera leerme el pensamiento, pero lo que realmente le cuento es que llevo tiempo sin la sensación de búsqueda, aunque la curiosidad y el interés estén siempre. Le vengo a decir algo así como que “por ahora no busco un lugar nuevo donde instalarme”. Termino con una frase que recalco con un gesto de manos <<no es eso lo que necesito ahora>>. Dentro de mi cabeza analizo brevemente que quizá sea por todo lo que me ha costado adaptarme, pero he conseguido sentirme conforme con la vida que tengo, de hecho, esto es lo que me preocupa.

Creo que hablo en voz alta con la intención de sacar la tristeza que me ha dado de repente al verme atada a un lugar, tristeza que se repite cuando le digo a Thomas que no quiero marcharme de la ciudad donde vivimos. Esta emoción va aumentando con los pasos al ver que las palabras que esperaba de Thomas no aparecen, pero es que no aparecen esas palabras ni ninguna y se queda en silencio. Tengo miedo a estar conformándome con poco le hago entender con unos argumentos un poco más sostenibles. La tristeza empieza a tomar otro tipo de expresiones más visibles y agarro con fuerza el asa de la bolsa negra que cuelga de mi hombro izquierdo para no coger la mano de Thomas. A la vez maldigo la habilidad que tiene para filtrar ciertos sonidos y de cerrar sus oídos a ciertas palabras que, sin querer ser necias, hacen la misma función en su cerebro. Todo ello hace revolverme y seguir enfurruñada, hablando sola, dando explicaciones sobre el entramado en que él mismo me ha metido y cambio por completo diciendo que: “bueno, claro que podría marcharme a algún otro país a vivir, de hecho, echo en falta hacer las maletas y desaparecer”. Lo único que quiero decirle realmente es que esta vez me costaría mucho más hacerlas y despedirme de todo lo que ahora hay a mi alrededor porque en primer lugar son cosas o personas que he decidido conscientemente que estén y porque estoy cogiendo las riendas sobre el cómo quiero que estén. Al acabar mi monólogo, Thomas se agacha a tocar a un perro que pasa por la acera, le acaricia suave la cabeza y el perro le mira esperando a que le dé algo. Si acaso pusiera un poco de atención en mí vería que le miro con los mismos ojos que ahora le mira el perro. Me doy cuenta de que ambos queremos algo de Thomas, pero tanto el perro como yo sabemos que él tiene poco que ofrecer en estos momentos. Seguimos caminando, me giro con cierto arrepentimiento y cariño para mirar al perro y nos miramos derrotados ya que sabemos que en esta guerra ninguno de los dos la ha ganado; ni el perro ni yo. Thomas detiene la mirada en una pareja que pasea por la calle paralela, ella le sujeta en uno de los brazos y con la otra mano lleva una bolsa de tela llena de frutas y verduras. A los pocos segundos hace una pregunta que estalla en mis oídos << ¿dices qué te conformas con poco? Es obvio que no, conformarse con poco es quedarse con lo sencillo y tú no sabes hacer eso. De hecho, estás constantemente pidiendo más. Tiemblas de miedo cuando tu vida se convierte en simple. Vale, es cierto que llevas dos años viviendo en la misma ciudad, pero no haces que tu vida sea simple.>> Ante tal afirmación, lo primero que me queda claro es que no soy tan experta como pienso en el comportamiento de Thomas, de hecho, creo que últimamente debo estar interpretando mal las señales que me da. El tono seguro y con cierto matiz de cólera que utiliza Thomas me hace sentirme completamente derrotada. Fundaba su argumentación en lo abstracta e inquieta que soy, haciendo especial mención a la amplia diversidad de mis intereses y a lo indefinidos que son algunos de mis gustos. En su opinión, que enumeraba con sutileza, es preferible en primer lugar tener claro cuáles son aquellas cosas que te gustan y en segundo, explica que, es fundamental conocer con más detalles esas preferencias. Seguía hablando y sancionaba muy altivamente la opción de probar incesantemente muchas cosas sin llegar nunca a nada. Aunque podría haber discrepado con mucho esmero y elegancia la imprudencia de utilizar aquellos adverbios o, mejor aún, podría haberme cagado directamente, aunque con menos elegancia, en aquel hipotético “nada”, sin embargo, no me sentí capaz de replicar porque tuve la sensación de que no quería detenerse en eso. Tampoco me sentí capaz de replicar porque, sin duda alguna, Thomas tenía toda la razón. Me tomé aquel comentario de la mejor manera posible e intenté no pensar mucho en lo cargante que había sido su tono de voz hasta al menos tener una cerveza cerca.

Durante el paseo divagamos sobre banalidades, aspectos culturales, al puro estilo antropológico y recordamos la lista de compra que habíamos hecho durante el viaje. Lo único que quería en realidad era entrar en alguna panadería y comprar baguette o croissant recién hechos para desayunar mañana, todo lo demás ya estaba en la furgoneta adquirido desde el día anterior. Encontramos una terraza al lado del río que, tiene unas sillas de madera que, aunque no parecen muy cómodas, va a ser un buen lugar para pasar la tarde. Antes de que termine de decir lo cansado que está, le interrumpo para decirle que voy a pedir algo y aprovechar para ir al baño. Realmente el hecho de esperar a que me atiendan me parece un gesto arrogante y sofisticado que no encaja muy bien conmigo. El bar es de madera de roble, sé que es de roble por el marrón lacado que tiene. Mi padre me enseñó a distinguir los tipos de madera cuando de pequeña bajaba a ayudarle a hacer algún mueble cuando debía de hacer entregas rápidas a familias que quizá luego tardaban en pagarle. Viene a mi cabeza el olor a serrín y la imagen del buzo de mi padre colgando en la entrada de la nave. Pienso en las veces que hemos tenido que hacer equipo en casa cuando las facturas seguían llegando y los morosos habían apagado los teléfonos en los días de vacaciones. Pienso que, en parte, esta cerveza se la debo a mi padre. El bar tiene un aspecto limpio, huele bastante bien, tiene unas plantas que cuelgan de las ventanas, veo el servicio a la izquierda, he de pasar por un par de mesas en las que no hay nadie. Al fondo del bar hay un señor hablando con el camarero, me acerco a ellos y pido deux bières s'il vous plait. La cara de desconcertado de aquel señor que está detrás de la barra me hace repetirlo, ahora intento concentrarme bien en los sonidos, cierro los labios como si fuera a silbar y acompaño las palabras con mi dedo índice señalando el cañero que tiene a su izquierda. Retrocedo unos pasos y me giro en dirección al baño. La fuerza que siento al ver que hay dos cervezas frías encima de la barra me hacen salir triunfante por la puerta. Debería confiar un poco más en mí, pero me alegro todavía más cuando esa sensación me hace darme cuenta de las veces que intento ser valiente, y de las veces que consigo serlo.  Le pido a Thomas que brindemos. Levantamos las copas de cristal y nos miramos. Teniendo en cuenta que es un hombre irresoluto emocionalmente y parcialmente introvertido estoy acostumbrada a adelantarme y no esperar a que esos silencios incómodos nos distancien, aprieto los labios e inmediatamente celebro que estemos aquí los dos juntos. Son los abismos a los que me lleva el hombre que tengo delante lo que me llama la atención de Thomas, son las intensas sensaciones de creer que soy capaz de todas las cosas que quiero. Es la sensación de estar en el acantilado con el pecho a punto de ahogarme y, justo en ese momento, yo fuera capaz de tomar la decisión más adecuada. No suelo ser lo suficiente valiente como para estar delante de la inmensidad y decidir, no suelo ser valiente y es por eso motivo, principalmente, él me obliga a serlo.




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