Las buenas decisiones de Amanda
Aún recuerdo a
la perfección el día que conocí a Amanda. Era un día especial para las dos.
Ella estrenaba sus mejores trajes para comenzar esa nueva etapa que se
pronosticaba perfecta. Y yo, cargada de libros y miedos que luchaban ante una
decisión valiente. El traje de Amanda
era unos grandes ojos negros que anunciaban a voz en grito noches en vela,
días de playas, de trenes sin destino y algún que otro suspenso (mío, por
supuesto). Tenía los ojos más bonitos que había visto, ojos que se clavaron en
mí y que me invitaron a sentarme junto a ella en la primera fila. La vida con ella era sencilla y aunque
desconocía el final de la obra, confié en el prólogo y me tiré a nadar en el
mar frío del Norte con los sueños a las espaldas.
Nos inventábamos
excusas para dejar de traducir las antiguas habladurías de exagerados oradores
y filósofos romanos para declarar nuestro amor eterno a los sonetos de la Generación
del 27. Ella olvidaba las clases de
inglés para interpretar a Shakespeare ante los desaparecidos en combate a
primeras horas de la mañana en desayunos que no acababan nunca. Pintábamos en
paredes las canciones que nos llevarían a no tener miedo, a ser como las olas
del Cantábrico, fuertes y valientes. Poco a poco me enseñó que en la vida hay que ser el personaje principal, porque Amanda conoce las perfectas calles por las
que hay pasar para llegar al destino de tu vida y últimamente ella está dando
sus mejores pasos.
Un día su
escenario fue la plaza del ayuntamiento de Santander, hoy es una Nave en
Madrid. Un día recitaba (mos) Hamlet con
los pies colgando en la Bahía ante las señoras con cardados raros y los señores
con abrigos de piel. Y hoy pelea por enseñarle al mundo sus nueve maneras de
hacer política.
Ella tiene todo
para sacar(te) una buena sonrisa y un gran aplauso.
Ánimo, pequeña.
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