Lo nuestro son polvos en el aire | Vol. VI
En estas fechas la ciudad se
llena de gente. Los músicos aparecen en furgonetas desgastadas, las grupis se
dejan la ropa interior desparramada por los parques y nosotros nos
perdimos en el festival. Somos seres independientes que escapamos solo cuando
nos necesitamos.
Las personas que ocupan los
bancos que dan al mar siguen saboreando el delirio de la noche que no quiere
acabar. Los maleteros de los coches se convirtieron en escenarios
improvisados. El sonido iba in crescendo: altavoces, gritos y desfiles de
policías. Entre las desconocidas voces que retumbaban en el mar había dejado
que se perdiera y ahora, sin duda, la perdida era yo.
Reconocí sus pasos al instante. Avanzaba entre los coches, bajo la luna y con la mirada clavada como si estuviera castigándome por haberme marchado. Por un rato, volvimos a bailar con la mediana de los Morente, salimos a tocar con los Rufus y nos volvimos a enamorar con Love of lesbian.
Les dejamos desgastar sus
altavoces.
Nos fuimos, como siempre, sin
despedirnos de nadie.
Nos fuimos, como siempre,
juntos, sin esperar a nadie.
La calle por la que pasábamos
era una de esas avenidas enormes construidas muy próximas al mar: edificaciones
victorianas, con grandes ventanales y con perfectos y preciosos jardines
decorados. Pasar por delante de aquellos muros de piedra siempre me había
producido una sensación de extrañamiento difuso, de protección y a la vez de
exclusión. Las luces de la calle eran tenues y los árboles impedían que
pudiéramos distinguir al grupo que iba a cinco pasos por delante de nosotros.
Eran jóvenes, al menos más jóvenes que nosotros. Nuestras voces se acompasaban.
Me vino a la memoria lo frágil que me pareció cuando le conocí. Parecía como si
alguien le hubiera enseñado a pasar desapercibido, a evitar los conflictos, a
respirar sin hacer daño. Quizá era pura supervivencia: de vivir entre una
multitud, odiada y peligrosa. Cuando le conocí me demostró que fue capaz de
convertirse en invisible. Mientras su voz se elevaba, me imaginaba su mirada en
el parque, entre los pupitres, en la cama, con 5, con 9 y con 11 años.
Cuando volví a la realidad el
grupo había desaparecido.
Se paró por unos segundos
extrañado, mirándome a los ojos. Tardó en reanudar el paso lo que duraron dos
respiraciones. Dos, nada más. Cada vez que llegábamos juntos a esas horas
nuestros ojos se miraban de más, apurando el tiempo, como si todo pudiera desaparecer
en un segundo. Esa noche sostenía que la única razón que puede llevar a
soportar un ser humano a otro es conseguir ver su esencia. Me sorprendía
enormemente la seguridad con la que miraba el mundo, la bondad que veía en los
demás. La avenida no acababa, el suelo era gris y estaba agrietado. Caminaba
ligero pero seguro. Yo a su lado, a la distancia justa para no molestarlo.
Normalmente he sido capaz de identificar las necesidades de los demás en poco
tiempo, sin embargo, las de aquel chico de ojos tristes las encuentro siempre
entre las sombras. Y, sin embargo, a veces era muy fácil predecir sus deseos,
incluso antes de que él mismo los supiera. No nos hacía falta decirnos nada con
palabras. Y otras veces es tan complicado cuadrar las piezas del puzle que
tengo miedo a dejarlo a medias. En contrapartida, siempre me enseña alguna
carta nueva con la que puedo jugar. Era astuto y audaz y tiende a ganar siempre
las partidas. Cada vez que llegamos juntos a esas horas puedo comprobar cómo su
mirada aún reúne la bondad, de la que tanto habla. Me encantaba jugar con él a
ese juego de contradicciones donde él, sin saberlo, solo se deja conocer un
poco más.
Él seguía hablando.
Yo quitándole la razón.
Él dándomela.
Sin duda alguna, esta vez he
ganado yo la partida.
La avenida acabó, pero
nosotros seguimos caminando.
No queríamos que el tiempo
acabara.
Llegamos a su casa, nos
dejamos de bondades y fuimos crueles donde solo, en este mundo, podemos serlo.
Siempre fuimos la pareja más
extraña de la ciudad...
Henri Cartier Bresson |
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