Lo nuestro son polvos en el aire | Vol. VII


No hace falta nada más que el aire fresco de la mañana que entra por la ventana. Aunque hay bastante niebla podemos ver el sol aparecer entre los edificios blancos de lo alto de la ciudad. Parece un día gris pero quizá luego podamos bajar a la playa. El tiempo es cruel en este lugar; tan inestable como nosotros. La pared de la casa está vacía. La mesa llena de colillas, de restos de cartón de la guitarra nueva, varios auriculares blancos y la inspiración flotando entre el polvo. Mi cuerpo se posa en el terciopelo del sofá. Ambos se desgastan con el paso del tiempo: los cuerpos, el sofá. Hablas como si te hubiera preguntado, como si estuvieras esperando algo. Esta noche no quiero que digas nada. Solo canta.


                                  El piano suena solo. Sin hacer nada. Pura magia. Te miro. Te escucho. Pura magia.
Todavía somos jóvenes podemos incluso pensar que la elegancia se sirve en platos de plástico.
Mientras tus manos se deslizan por las teclas, me pregunto cómo hemos llegado hasta aquí.
Los vecinos, que escuchan nuestras plegarias nocturnas, hacen sus apuestas.
Fue el tiempo. Pura sincronía. Fue la necesidad. Pura coincidencia.


Anoche dejamos en las calles cadáveres enloqueciendo y nos fuimos juntos, una vez más sin avisar, por la necesidad de querernos querer. Y esta noche hemos creído que seríamos capaces de hacerlo, hoy, mejor que nunca. A menudo, durante este verano, me tumbo a escucharte tocar el piano. El salón se había convertido en un pequeño estudio. La mesa llena de cervezas vacías, de papel de fumar, de cuadernos de canciones, hechas y deshechas. Entre todo lo que una vez fue éxtasis, aquí, en este sofá, un día hicimos un pacto. Sin embargo, lo rompimos. De vez en cuando nuestras asincronías armonizan y conseguimos componer el mejor amor que somos capaces de hacer. Como las mejores canciones, surgido de los grandes errores. 

Bill Evans plays piano


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