Ciudad | Del latín civĭtas, -ātis

Sergio Larrain 

Las ciudades pequeñas y despobladas se caracterizan por tener siempre una calle secundaria que lleva a algún rincón raro y solemne a la vez. En esta ciudad parecen ser limitados por lo que me cuesta encontrar estos lugares. Las calles secundarias, de las que hablo, son curiosas y en particular en esta ciudad del norte.  Aquí la mayoría de las vías son tan violentamente silenciosas y tristes que la gente opta por no salir de casa. Estas calles secundarias no. Son diferentes; suelen tener en las paredes alguna frase escrita. Suelo quedarme un rato sentada en una en la que, justo delante tiene un dibujo hecho en la pared y junto a él una frase que dice: 'No te preocupes Camaron  les tengo dando palmas'. Se percibe por el amplio grosor de las líneas que alguien lo escribió con la intención de que fuera eterna. ¿Debe quedar a la vista y grabado para siempre aquello que dejamos mal escrito, mal hecho o mal construido? ¿Es necesario alejar todo aquello que nos hace daño? ¿Cuántos errores ortográficos ponen el límite para borrar todo un texto y olvidarnos así de la idea que queremos trasmitir? El ser humano es imperfecto por naturaleza y dejar constancia de ello es tan esencial como cotidiano. Quizá por ello haya que valorar esa falta de ortografía, y remarcarla para que seamos conscientes de que el error es quizá nuestro mayor aliado y que sin él, estaríamos caminando en vano. Quizá así, y sólo así, las personas que lo viéramos en esta ciudad, tan ingenuamente perfecta, tuvieramos el valor de equivocarnos. Para equivocarse hay que ser valiente. Y, si esta ciudad está a falta de algo es de personas valientes.

Las calles secundarias son esos caminos en los que nadie se fija, ni tan si quiera lo nuevos turistas que lo arrasan todo por su paso. Por ellas no caminan más personas de lo habitual, sin embargo, sus atuendos son muy pintorescos. En su mayoría proceden de tiendas del barrio y siempre se mezclan con tejidos, colores y estilos. Las personas que cruzan por allí no pasean, caminan con un punto fijo, no como en aquellas calles del centro en las que todo el mundo deambula, aparentemente, sin rumbo fijo. La ciudad se limita a cuatro calles, largas y sombrías, pero cuatro míseras calles. En ellas todas las personas pasean de un lado para otro, de la playa al museo, del museo a la playa. Los paseantes se cruzan, pero no se miran, se conocen, pero no se saludan y, aunque ellos no lo sepan, se equivocan siempre. Por eso las calles del centro no me gustan, porque siento, que como ellos, siempre termino equivocándome. 

Regresar a las ciudades de la infancia implica, en un principio, dos cosas. Me he limitado a observar que estos lugares tienen otro tamaño en el que, yo misma sin haber crecido mucho, estoy perdida. Todo parece diferente ante mis ojos. Es extraño, como si mi vida se hubiera quedado en el espacio, paseando por fuera como si nadie pudiera verme, escucharme o tocarme. Regresar a las ciudades de la infancia permite habitar los lugares desde otra perspectiva. El paseo hoy es más corto y más estrecho de lo que a mí me parecía cuando paseaba por él con mi madre de la mano de camino al palacio de festivales. Nosotras siempre tuvimos un destino. Regresar a las ciudades de la infancia siempre remueve los cimientos, aunque me esfuerce tenazmente a que eso no vaya a ocurrir, pero nunca lo consigo porque la vida me ha dejado trampas por el camino. Y hoy la encontré en la calle secundaria que lleva a la biblioteca. Hay imágenes que se repiten de manera constante y compleja en la vida de una, que permanecen en la mente como si alguien las hubiera atado tan fuerte que ni si quiera mi frágil memoria pudiera deshacerse de ellas.

Después de ver aquella imagen, corrí, gire a la derecha, allí encontré una tienda donde compré el Montana más barato que vi. Color rojo, eso sí. Y recorrí, de nuevo, los últimos cien metros hasta llegar a la frase en la pared. Corregí el error y me bajé al centro a convertirme en un paseante común más. 


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