Frágil equilibrio


Isaac se ha marchado a Moscú. En sus mensajes dice que la capital postsoviética amanece congelada y que aún no se maneja con la nieve. Escribe en un correo que muy poco a poco, tan lento como se posa en el suelo una hoja granate y valiente de roble a mitad de octubre, va quitando el miedo a caminar por ella. Leila puede apostar a que lo que le molesta más a Isaac es no saber adaptarse a ella tan rápido como él pensaba. En la capital, según cuenta el leve susurro de Isaac desde la cama del hotel, la nieve cae muy lentamente, como si alguien estuviera deshaciéndose de ella con delicadeza, posándola en un lugar más seguro. No estaba preparado para tanto frío, tanta nieve y tanta letra cirílica. Hubiera sido más fácil si estuvieran allí los dos traduciendo carteles de uno de los metros más antiguos de Europa, abrazándose siempre que tuvieran frío y conociendo(se) todos los lugares aún inhabitados, pero Leila no quería acompañarle. A ese viaje no. Prometió esperarle en casa. Leila le acompañó al aeropuerto. Para ambos el aeropuerto es una zona de confort. Esta vez ella no podía cruzar la puerta de embarque y todo aquello que veía ante sus ojos le ponía un poco nerviosa y pasaba a ser un espectáculo un poco grosero e infausto. El abrigo militar que llevaba puesto Isaac en el momento de la despedida le pesaba tanto como sus miedos. Leila le imagina paseando con el abrigo, que casi le llegaba a los tobillos, rígido, serio y atento atravesando la plaza Roja las veces que hiciera falta hasta que se le quedara grabado en la memoria. No era la primera vez que salía de España, ni tan si quiera era la primera ver que salía de Europa, pero era la primera vez que Isaac cruzaba tantas fronteras a la vez. Y Leila no iba a acompañarle. A ese viaje no, debía hacerlo solo. Le esperaría en casa.

En casa Leila lleva dos horas esperando impaciente la llamada de Isaac. La casa huele a café recién hecho. En la lista de cosas por hacer que tiene entre sus manos está tachado hasta la última obligación. Leila es libre de responsabilidades y se sienta en el sofá duro y rojo que con el que casi rompen el ascensor. En las manos la taza de Isaac y en el reloj aún quedan 13 minutos para que den las seis de la tarde. La luz tenue del salón, la suave brisa de abril entrando por la ventana y el olor a café recién hecho permitían a Leila recordar aquellas tardes de invierno en las que después de alguna charla de la universidad, de alguna visita inesperada al Guggenheim o quizá, después de los paseos por el casco viejo se adentraban en alguna cafetería a concluir de degustar la tarde antes de encerrarse en casa a finalizar los exámenes obligatorios para conseguir ambos algún título con el que ingenuamente pensaban conseguir un trabajo bueno, estable y rápido. Lo que no sabían ellos, entre otras cosas, es que fueron más de 10.000 licenciados aquel año. Al entrar en la cafetería, mientras Leila dejaba todos los trastos en la mesa que ya había escogido. La mesa más lejana a la puerta, pegada a la ventana y con poca luz. Isaac se pedía un vodka sin hielo en vaso ancho. Leila nunca quiso averiguar de dónde venía esa exquisitez. Isaac traía el café de Leila, solo y largo. En esos minutos apenas se decían nada, ya estaba todo dicho. Cada uno se sabía las manías del otro, las aceptaban, incluso las amaban. Isaac volvía a por su vodka a la barra. No le gustaba que le sirvieran. Cuando llegaba a la mesa, se quita la bufanda y la boina gris que Leila le regaló y en esta ocasión sacó de su bolsa de cuero el libro que tenía entre manos; ‘La Humillación’ de Philip Roth. Del bolso Leila sacó ‘Pedagogía del Oprimido’ que tenía que terminar para poder preparar el examen para la semana que viene. Una vez terminado el vodka y los dos cafés de Leila, caminaban hasta casa en San Ignazio contándose las vidas de aquellos libros. Lo del café de Leila era un hábito aprendido de su madre. Marta, la madre de Leila, siempre tenía una cafetera encima de la mesa del salón. La cafetera se encontraba encima de un calentador de cristal para café que le trajeron de Alemania. Leila siempre repetía, a veces parecía insaciable y eso era lo que en parte a Isaac le atraía tanto. Siempre quería algo más, siempre esperaba algo más... Isaac mantenía esa incertidumbre todo lo que podía y disfrutaba sus primeros años de juventud enamorado y pensando que nunca iba a lograr alcanzarla. Él no lo sabía, pero ya la tenía. Y allí estaba Leila esperando esa llamada de Moscú apurando el tercer café de la tarde. 

― Isaac ― le saluda Leila con los ojos a punto de estallar. 

Durante seis minutos se miraron fijamente, lloraron y se encontraron como si no hubieran 4.434 kilómetros de distancia entre ellos. Ese viaje era una prueba de amor. Una prueba de amor para Isaac hacia él mismo, hacia Leila, hacia sus familias, hacia sus vidas. Y en esos seis minutos supieron que Moscú era demasiado frío, Granada demasiado calurosa y que juntos conseguían estabilizarse. Eran seres tan extraños como compatibles. Las circunstancias que llevaron a que se pasaran media vida buscándose se habían escondido en misteriosos lugares y ellos, como un problema de matemáticas, supieron resolverlo. Nadie dijo que fuera fácil, tuvieron dificultades, sorpresas e incertidumbre, más de la que esperaban, pero supieron resolver el enigma. En ese hermoso silencio Leila dijo la palabra mágica.

― Vuelve.  Y trae vodka. 



BURT GLINN -  MOSCÚ, 1961 

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