Dolor | Vol. II.


Veo al enfermero todas las mañanas a primera hora. Me atiende a una hora extraoficial y siempre me lo recalca; ‘tendrías que venir a la hora programada para las curas, pero a mí no me importa’. Yo se lo agradezco enormemente y le sonrío. Me siento muy afortunada de no alterar mucho más mis mañanas. La verdad es que le sonrío mucho. Esta mmañana al llegar a la segunda sala de la primera planta del ambulatorio me quito el abrigo, la bufanda y apoyo en el suelo todas mis pertenencias. En la sala de espera se encuentran por sorpresa dos amigos. La puerta está semiabierta. Puedo ver al enfermero trabajar en el ordenador. Él también me ha visto. Mientras espero a que el enfermero me haga algún gesto para poder entrar saco del bolso uno de los libros que tengo entre manos. Saco el cuaderno donde intento averiguar quién es Mathías, quién es François, quién es Leila. En el cuaderno categorizo los poemas de Wislawa Szymborska. Los organizo por año y por preferencias. El frío encarcela la soledad y Wislwaba sabe describirlo con sutileza y elegancia. La lista de poemas favoritos crece. Es como en el amor; me es imposible elegir. Creo que es un sentir común al ser humano sin embargo la cobardía, el control y la economía puede con nosotros. ¿cuál es la línea de valentía que nos mantiene vivos? ¿cuántos son los muertos que hay en esta sala? ¿con cuántos muertos te has encontrado tú? A veces me cuesta comprender qué quieren aquellos que parecen no amar nada. Yo solo estoy herida; lo prometo. Y el dolor me ha hecho estar más viva que nunca.

El otro día en la sala de espera de urgencias sentí que la señora que tenía a mi lado observaba lo que leía.. ¿Aprovechaba para leer porque se le había olvidado el libro en casa? ¿para cotillear? ¿aburrimiento? En ocasiones me ruborizo por el lenguaje tan soez y elegante que tiene Philp Roth en el Animal moribundo. En otras me siento orgullosa y poderosa, como si fuera una madre dando una lección a su hija. Abro lentamente los brazos para que pueda captar mejor cómo Consuelo se apodera de David, cómo sangra para él, cómo él se muere por ella. Dejo pasar un poco el tiempo por si no hubiera terminado de leer aquello que está mirando y cuando menos lo espera paso de página. La fuerza de la maldad me hace sonreír fríamente. Pienso que quizá por eso leo hoy a Wislwaba. Al sacar el bolígrafo del bolso caigo en la cuenta de que el enfermero se llama Joaquín. Lo pone a la derecha de la puerta de madera. La conversación de los dos amigos está demasiado cerca como para no prestar atención. Aquellos hombres de enfrente se dan pequeños golpes en los brazos. Parecen ser muestras de cariño. El enfermero me hace una señal. Me levanto. Ahí les dejo. De camino a la consulta, mientras observo al enfermero mirarme, pienso en proponer mañana una pequeña biblioteca en las salas de espera. Escribiré la carta y directa al buzón de sugerencias.  

El enfermero me quita todo el aparatoso vendaje que llevo en la mano. La curiosidad por ver la herida me revuelve el estómago. Miro la mano. Trozos de piel negra, abrasada, que según Joaquín irá cayéndose poco a poco. La piel roja. Está ardiendo. De este calor ha nacido el fuego. Ardo. Pienso en Mathías. Quizá algún día llegue a conocer qué le ocurrió a él. ¿Querrá contarme algo más Mathías? ¿O será solamente un observador más en mi vida? ¿Siente algo Mathías? ¿o acaso era tan insensible como Kurt? ¿había llegado Mathías al límite? O, por el contrario, ¿había tocado fondo? Si era cierto que Mathías había sentido algún día dolor intenso, ese dolor no le había dejado marcas aparentes. Al menos no en las manos. La primera vez que me fijé en las manos de Mathías estábamos sentados uno frente al otro. Acercaba con delicadeza un libro a la mesa. Lo cogió de una estantería que tenía detrás. Recuerdo perfectamente el título del libro. Y, el autor, por supuesto. Sus manos parecían desplazarse suavemente. Posaron el libro encima de la mesa. La delicadeza de Mathias no me sorprende. Coge el libro con cuidado como si en las manos se depositaran todas las palabras juntas y fuera a vestirme con ellas. En silencio el enfermero me cura la herida. Está todo bien. ¿Conoces esa sensación de la que hablo? ¿Es el silencio la mejor herramienta para construir palabras? Palabras no nacidas para compartir sino para sentir. Me regodeo de la tranquilidad que siento estando en silencio con el enfermero. Sigo poniendo nombres en la lista: François, Mathías y ahora Joaquín. Alguien llama a la puerta. Otra enfermera necesita las manos de Joaquín. El enfermero se disculpa y me dice que no tardará. Se va. Me entretengo observando los utensilios que hay en la consulta. Me tumbo lentamente en la camilla a esperar. Miro el reloj. Cierro los ojos. Todo está bien.  

Unos aparentes desconocidos van de camino a cualquier lugar. Ante ellos la oscuridad de la noche de noviembre, una carretera vacía. Pero no tienen miedo. Tienen música, chocolate y tiempo. Mucho tiempo. Ella mira por la ventanilla del coche. El camino no es nuevo. La ilusión de conectar con alguien. Mira por la ventanilla del coche. Esta vez le toca conducir a él. Aunque parezca que nunca lleva nada consigo, que está vacío, siempre termina dando más de lo que tiene. La canción se acaba. Ella siente una pequeña conexión. Como si se conocieran de siempre. Y, fue el silencio quien se lo dijo.
Cuando vuelve el enfermero me despierta de lo que podía ser uno de los recuerdos más bonitos de estos últimos meses.

Comienza a limpiarme la quemadura. Me coge la mano como si estuviera tirando de la correa de un perro desobediente. Y yo, con él y por ahora, no lo soy. Mientras me limpia, me pregunta cómo me encuentro y qué tal fue la excursión con los niños. Antes de contestar a sus preguntas, le pido permiso para lavarme las manos. Tras su autorización disfruto metiendo las manos en el agua. Está fría y me calma bastante el dolor. Apenas me toco encima, me da dentera, pero sí entre los dedos, las palmas, las muñecas. La mano está todavía bastante desagradable. Me acerca el papel para que me seque. Intenta ayudarme. Me quito con cuidado. No quiero ser inoportuna. Esto puedo hacerlo yo sola, Joaquín, pienso. Me limpia con suero. Coge algodón y arrastra la piel quemada. Me aprieta la herida. Pero no lloro. Joaquín es basto. Me coge la mano fuerte, me aprieta y termino por soltar un minúsculo ay. La desatención de mis quejíos me complace enormemente. Joaquín está concentrado en sacar un tema de conversación tras otro. Cada cual más interesante. Es como si me conociera de siempre. Me duele, pero no me quejo. Después me pone la venda. Mientras gira ese paño de lana blanco me explica que no ha de oprimirme mucho, que solo es para que no se me infecte. Sin embargo, cada vez aprieta más fuerte. Siento como pequeños e intensos pinchazos en la mano. Me dan escalofríos. Termino quejándome. Siempre suave; para no molestar. 

Joaquín no me dice nada. Yo a él tampoco. Nos miramos. Todo está bien. No hace falta nada más. Cuando salgo aquellos hombres ya no están, se han convertido en dos señores con pelo blanco que pelean por entrar dentro a la consulta. Joaquín y yo nos miramos. Ambos estamos tranquilos porque nos volveremos a ver mañana. 



Édouard Boubat


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