Dolor | Del latín dolor, -ōris.


El enfermero que me atiende la mano me ha pedido esta mañana que me tome un antibiótico preventivo para que no me salgan infecciones. Yo no quiero. Le cambio de tema muy cordialmente. Tras el cuestionario que me ha formulado para saber cómo, cuándo y con qué me había quemado ha seguido aconsejándome. Me dice que no haga caso a la gente con cremas raras y con milagros, que me deje de cuentos y que le haga caso únicamente a él. Es de esos médicos que odian las medicinas alternativas, para ellos no deberían existir. No entiende que haya gente que no quiera vacunarse. Después yo he agradecido enormemente a la medicina occidental, porque yo sí que me fío de ella, no como otros. Seguidamente me ha dicho que no entiende cómo hay mujeres que quieren parir en casa. Me gustaría decirle que a veces es más complejo y peligroso ponerse abierta de piernas delante de alguno de sus compañeros médicos. No lo hago. Me callo. De pequeña fui a colegio de monjas. Ni a los curas, ni a los médicos ni a los maestros se les levanta la mano, perdón, la boca. Solo ellos pueden hacerlo. El enfado es innecesario ahora mismo y prefiero que me cuente cosas que desconozco o que me aclare algunas dudas. Espero a que termine y le hago preguntas. Mi interés por saber cosas derrumba la frontera de lo apropiado. Si hay algo que les guste a los hombres mayores es explicarnos cosas, así que soy práctica: ¿es cierto que las personas que se queman varias partes el cuerpo les inducen el coma? me quedará otra cicatriz, ¿verdad?, le pregunto mientras le señalo la mano izquierda. Después le pregunto las razones de por qué mi cuerpo dejó de sentir inmediatamente después de haberme quemado. Sin esperar casi a que termine le incito a que me explique bien qué me está poniendo en la mano, qué ha visto y que me diga, por favor, cuánto tiempo voy a tener que estar con la mano derecha anulada. El señor que tengo delante, que me coge la mano con muy poca delicadeza, me contesta que literalmente quemé mis terminaciones nerviosas y que esa fue la razón por la que mi cuerpo no sintió nada en absoluto. Me vuelve a la cabeza Kurt Crüwell, protagonista de la novela La Ofensa de Ricardo Menéndez Salmón. Pensé en él cuando mi boca no sabía gritar, cuando mis manos no sabían qué hacer, cuando mis ojos se habían olvidado de llorar. Normalmente necesitamos tiempo y esfuerzo para entender las circunstancias que nos va dejando nuestra historia, sin embargo, el dolor es capaz de hacer con ellas un puzle y crear armonía en el momento más inesperado y en un solo segundo. El dolor tiene la capacidad de responder(nos). El enfermero que tengo a menos de 10 centímetros me procura cuidados, me atiende y se comunica amablemente conmigo. ¿Era desproporcionado entonces el amor que ejercían las enfermeras en el campo de batalla? ¿Es ínfimo el amor que me dan los demás que siento que este hombre a punto de jubilarse me está regalando todo el amor que necesito para pasar el día? ¿será mi amor propio desmesurado? Comprendo, una vez más, aquella teoría despiadada y angustiosa sobre la construcción del amor tras un viaje en barco que me enseñó Mathías el primer día que nos conocimos. El enfermero aprovecha para contarme algunas cosas más sobre el cuerpo humano. Me habla de las reacciones. Yo escucho atenta. Las reacciones son aquellas conductas voluntarias o involuntarias que se resisten a nosotros, que luchan por contarnos algo. Son esas cosas de las que yo me entero tarde. El cuerpo me habla constantemente, pero de no hacerle caso ha explotado y, como consecuencia tengo en la mano una quemadura de segundo grado. El enfermero me habla de otros casos que ha tenido. Me cuenta cosas de un tal Manuel. El tono de voz de aquel hombre cambia radicalmente. Es cuidadoso en el lenguaje, tanto que parece que está Manuel delante nuestro. Manuel fue un electricista de una fábrica de la ciudad al que le pasaron 3.000 voltios por el cuerpo en un accidente de trabajo. Tuvieron que inducirle el coma durante diez días. Fue la mejor opción según cuenta este hombre de ojos marrones y gafas azules. Las curas en esos casos son muy dolorosas. No sé si quiere que no aprecie el dolor que me corre por todo el cuerpo o si lo hace para entretenerse, pero ambos pasamos un rato muy ameno. La comparación que viene a insinuar aquel hombre que tiene un muñeco hecho con fieltro en la bata del trabajo, es una buena técnica para que no me queje de dolor. Manuel tenía la sedación, yo tengo a este enfermero. He tenido suerte. No soy Manuel. Hija, no te preocupes por Manuel, ahora vive la mar de bien, prejubilado y cuidando de nietos, me sigue relatando. Lo que hace Manuel es una profesión le contesto con un tono tajante.

Mucha gente se pregunta si hay vida después de la muerte. No tengo la más mínima idea. No creo que vaya a adivinarlo antes de que llegue ese preciso momento. Y tampoco he muerto nunca y no creo que pueda contároslo cuando muera. Tampoco he estado cerca de la muerte, pero del dolor sí. El dolor intenso, fuerte e inesperado crea imágenes inconexas – al menos en un principio - en la cabeza que vienen a explicar algo que no sabías. Aquel hombre con pelo y bigote blancos me pone un apósito de plata junto con una sustancia pegajosa amarillenta que me recuerda a la baba de caracol. Me da un poco de asco, pero confío en ese hombre desde el principio. Así que coloco la mano como si fuera un vaquero a punto de matar a un indio y dejo que coloque todo aquello que quiera sobre mi piel ensangrentada. La mano comienza a arder de nuevo. Siento un escalofrío. El escozor y el calor me suben hasta el hombro, pero a la vez siento todo mi cuerpo congelado, como si estuviera desnuda en una camilla de acero esperando a que alguien supiera qué hacer conmigo. Solo te has llevado la epidermis me dice con un tono de voz tranquilo. No sé como se llama el enfermero que me han dado por casualidad en la recepción pero me gusta haber coincidido con él. La tranquilidad que tengo con este enfermero me hace sentirme ridícula. Sin embargo, sigue explicándome, la quemadura ha ido viajando hasta la dermis. No creo que tú la hayas dejado, ¿verdad?. Y, aunque desde aquí ninguno de los dos podemos verlo, lo más probable es que ese haya sido su destino. La ironía del enfermero me hace reír y aunque quiera llorar de dolor no lo hago. No lloro delante de él. No lloro delante de nadie. Realmente ya no lloro. Excepto el día que me quemé. Estaba sola en casa, así que pude llorar, gritar e insultarme gratamente. ¿sabes lo que es escuchar el eco de tus gritos y que nadie venga a aliviarte? Estaba asustada y me sentí miserablemente vulnerable. Me alegré de que no hubiera nadie en casa. Mi cuerpo no supo qué tenía que hacer hasta pasados unos minutos – o quizá segundos -. Se bloqueó. El dolor me salía de los ojos y fue la excusa perfecta para descargar las lágrimas que se habían quedado acumuladas durante estos meses. El dolor, una vez más, me salvó. Me liberó. Me estaba asfixiando. El dolor me dijo todo aquello que no quería escuchar. 
De camino al ambulatorio todavía tenía desparramadas algunas lágrimas por los pómulos. De repente me vienen a la cabeza las historias de las mujeres a las que les arrojan ácido a la cara si caminan sola por las calles de Pakistán. Me imagino a Fátima, Saima o Fakina de 11, 15 y 19 años llorando y gritando solas de dolor. De inmediato dejé de llorar. No tenía derecho a quejarme. Dejé de sentirme sola.  


- Tina Madotti - 


Comentarios

  1. Yo soy ese enfermero y fuí ese quemado. Soy el que no llora porque está seco, pero siente húmedos los ojos en el final de una película como Cinema Paradiso, cual Toto de adulto. O el que se quiebraba cuando, visionando Copying Bethoveen, se imagina como debió sonar la 5° sinfonía por primera vez y que el propio genio no pudiera escuchar la fuerza de su propia obra...
    Porque todavía está esa persona emocional jugando con los demás niños dentro de mi cabeza, pero sabe que solo debe mostrarse como privilegio con riesgo, a ciertas personas. Y también así, ha ido escondiéndole detrás suyo el hermano mayor que nunca pude ser, pero que es el que cura todas sus heridas e intenta curar las de los demás, aunque no pueda conmigo mismo.

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