Jaula | Del fr. ant. jaole, hoy geôle, calabozo


Desde pequeña siempre he escuchado la palabra egoísta rebotar en mis tímpanos. Y siempre fue algo que me hacía sentir incómoda. Algo con lo que tenía que lidiar en muchos aspectos de mi vida, porque era algo que parecía intrínseco y esencial a mí misma. 

Mi hermana, la que nació tres años y tres meses después que yo, me enseñó que no podía ser tan egoísta porque estaba ella. Estaba ella allí para pedir mi tiempo, mis juegos, mi espacio. Estaba para tener todo lo que yo tenía, todo lo que había conseguido. Ella me enseñó, con empeño, que tenía que dejar de pensar en mí, para pensar en ella. Hoy por hoy, aún esa palabra sigue haciéndome daño. Una palabra que aún me cuesta deletrear. Mi hermana y junto a ella mi madre, me hacían sentirme culpable de querer un espacio, un momento, un lugar para mí. Y hoy por hoy sigo sin ocupar ese espacio, ese espacio que es mío. Y sigo dándome cuenta cuando me levanto del asiento en el bus, para cederlo, ya tengas 80, 30 o 5 años.

Mi madre solía llamarme egoísta casi todas las noches porque me gustaba mucho cantar en voz a grito, tanto que me podía pasar horas. Después de la ducha, cogía el micrófono que me regalaron cuando tenía cuatro años y cantaba, cantaba y cantaba. Me decía que tenía que jugar con mi hermana, a lo que ella quisiera, cómo ella quisiera, cuando ella quisiera, aunque a mí no me apeteciera, aunque yo solo quisiera cantar. O me decía que era egoísta, que solo pensara más en los vecinos, que estaba haciendo demasiado ruido. 

Cuando fui adolescente esa palabra iba creciendo. Se multiplicaba por espacios, por personas, se hacía grande en el tiempo. Sin embargo, durante esa época logré hacer cosas que nadie hacía. Y lo agradezco porque viajé sola, toqué instrumentos, jugué, canté, pero en otras ocasiones, también callé. Me callé.  Los tiempos anteriores a mi adolescencia habían construido a una persona egoísta que tenía que pensar más en los demás, que tenía que hacer muchas cosas por los demás, tantas que cuando no podía me sentía culpable. Me sentía tan culpable que llegaba a autolesionarme. Me lesionaba tanto que llegó a gustarme, porque según mi madre, era solo mío y era incapaz de pensar en los demás, en lo que esos actos podrían estar haciendo en los demás. Pero, ¿acaso no era solo yo la que sangraba?. Recuerdo que con catorce años tenía una amiga, muy amiga. De esas por las que harías cualquier cosa, hasta una persona tan egoísta como yo, hubiera podido enfrentarse a todos sus monstruos con tal de que ella estuviera bien. Marta, que así se llamaba, se pasaba el tiempo llorando, lloraba tanto que decidí que no quería verla llorar más. Por puro egoísmo, claro está. No lo conseguí y en mis brazos ya no cabían cortes. Empecé por las piernas. Cuando mi madre se dio cuenta de que faltaban cristales en los cuadros de mi habitación me empezaron a medicar. Al principio media pastilla, luego una, después una y media, y luego dos. Y la medicación me gustaba porque era solo para mí. La psiquiatra no se ponía de acuerdo, así que comencé a jugar yo con ellas. Un día tres, otro día ninguno, mañana quizá me tome cuatro. ¿No era solo mío? Cuando mi madre se dio cuenta de mi secreto me llamó egoísta, tanto que dejé de hacerme daño para no hacerla daño a ella. A los pocos días tiré todos los cristales que había escondidos debajo del somier de mi cama, como cualquier toxicómano si lo tenía cerca cabía la posibilidad de que aquella vez no fuera la última. 

Durante un tiempo tuve un novio que siguió los pasos de mi madre. Y mientras estuve con él había un pájaro enjaulado que cantaba todas las noches. El pájaro tenía la puerta abierta y aún así era incapaz de salir. Si dejaba que el pájaro saliera era darle la razón: a él y a mi madre. 

Hace poco conocí a un chico que me habló de que todos somos egoístas, de que todos los seres humanos de este mundo lo son. Tú y yo también. Me gusta discutir con él sobre qué es o no el egoísmo, sobre los egos, la fuerza y el miedo a los demás. Incluso llega a decirme que ese egoísmo mío le gusta y que sea libre de utilizarlo. Él me gusta mucho, y su egoísmo también. Hoy tuve que volver a él, de manera egoísta, porque otra vez el pájaro no podía salir de la jaula.



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