Lo nuestro son polvos en el aire | vol. IX
Esta mañana había demasiadas
nubes en el cielo de camino a casa. El cielo estaba oscuro, agarrotado, parecía
que había muerto el sol. Es obvio que ha entrado el otoño de repente y sin
avisar. Anoche llovió mucho, tanto que fue la excusa perfecta para dormir
contigo. Me paso la vida eligiendo, el tipo de café, la ciudad en que vivir, la
ropa, las personas, qué peli ver en el cine, los asientos y hasta el tamaño de
las palomitas. Incluso, a veces tengo que decidir sobre la vida de los demás. Y
por eso, ayer dejé que decidieras por mí. Solo hizo falta un 'quédate esta
noche conmigo' que en la calle llueve mucho y te vas a mojar hasta el coche. Yo
cansada de elegir, acepté a la primera, tranquila y obedientemente.
Lo elegimos todo. Incluso el amor, y el amor no se puede elegir.
El amor interrumpe, dinamita,
revienta… Y no sabes pararlo.
Se expande, altera, se propaga
hasta que desaparece.
Esa mañana, caminando por la calle, decidí llamar a Julia. Terminé peleándome con ella. No fue una discusión larga en el tiempo, pero el abuso de confianza que se ha forjado en estos años es sin duda un agravante cuando terminamos en conflicto. Son pocas veces, pero como en todo en la vida, no importa la cantidad sino la calidad. Y Julia tiende a ser bastante tenaz en casi todo lo que hace. Julia me atacó de manera inesperada, por la espalda, como en las películas. Y eso, hasta para ella, es jugar muy sucio. Cuando arranqué a coger el teléfono, sin venir a cuento (o quizá sí) me zarandeó, me crujió las rodillas y me tiró al suelo. Y todo eso desde Cádiz. Que ya estaba bien, que tenía que parar esta mierda, o que al menos no se lo contara. Luego reculó y me señaló con voz tajante que contarle si le contara, que prefería saberlo. Cuando Julia me vio en el suelo, sangrando y llorando, me tendió la mano, me agarró y siguió caminando conmigo hasta el hospital. Nos pedimos perdón y seguimos abrazadas al teléfono durante otros largos veinte minutos. Pero cuando llegué a casa decidí contarle a todo el mundo lo que había pasado esa noche. La verdad y toda la verdad, como si fuera a declarar delante de un juez. La confesión de aquel delito cometido iba solo contra mí misma. Al final yo, sola, tendría que pagar los platos rotos.
Ésta fue mi declaración:
La noche del domingo 12 de
noviembre de 2017, hace casi un año comenzaba una historia de amor que hoy por
hoy sigue sin tener nombre. Lo cual en parte me gusta, pero por otra me aterra.
En parte me aterra porque, supuestamente, tiene que darme miedo, por todo eso
de la presión social. Son ellos los que no entienden qué hay, qué pasa entre
nosotros. Son ellos los que quieren controlarnos. Y a mí no me hacen
falta las etiquetas, los hashtags, ni nada de eso, señoría. Se lo aseguro.
Están empeñados en ponerle a toda una etiqueta. Pero a mí, le repito, señoría,
eso no me hace falta. Algunos escritores dicen que hasta que no ponemos
nombre a algo no podemos entenderlo, clasificarlo en nuestra mente y poder
actuar en consecuencia. Que sin ese primer registro vivimos en una
incertidumbre constante. Debido, en parte, a que nuestro cerebro tiende al
pragmatismo y al hábito. Y yo, señoría, lo de las conductas habitual izadas lo
llevo muy a raja tabla, sin embargo, me encanta complicarme la vida y prefiero
no ponerle etiquetas, al menos a esa historia. Déjennos libres, o al menos
pensar que lo somos. Disculpen mi abstracción, pero estoy un poco nerviosa.
Retomando, señoría, no me gustan las etiquetas, no las quiero, ni me hacen
falta. Ni tan si quiera me hacen falta novios/as, parejas. Sin embargo, lo
que sí me hace falta, señoría, es el amor que destruí hace unos
días.
Yo quería aclarar que esa noche de domingo comenzaba a dejarme llevar. Lo estaba consiguiendo, señoría. Escuche, la emoción me invadía, no sabría decirle de qué emoción se trataba, pero estaba tranquila y con eso poco me basta. Dejarse llevar, señoría. No entiendo qué hacemos aquí cuestionando el nivel de amor que me permito, pero ya que estoy, déjenme que le cuente. Sentía, pero sentía tanto que quise controlarlo. Una sensación con la que pocas veces he podido convivir, ya que siempre he terminado por asesinarla. Destruirla antes de que me haga daño. Y así fue, señoría. No puedo decirle la fecha exacta, ni tan si quiera si ese mismo acto se ha repetido en varias ocasiones. Pero estoy segura de que había dejado varias trampas en el camino para ir ahorcando de manera trágica y consciente cualquier resquicio de amor que podía quedar dentro de mí. Puse una en mitad de la Plaza de Cañadío, otra entre General Dávila y Cisneros. Y, si mal no recuerdo otra en la playa de la Arnia. Sí, hasta allí me fui. Aún quedan restos en Granada, pero ya cumplí por ello. No me haga usted más daño, por favor. Alevosía y abuso de confianza, señoría. Lo admito. Además, como ya he señalado anteriormente soy reincidente. Hay testigos que pueden corroborarlo. Apunte su nombre: Julia. Ella conoce todos los detalles de mi mala frustración al amor y la poca confianza a éste.
Lo confieso, señoría, la maté.
Maté una relación que todos llamaban amor, pero yo era incapaz de verlo y eso
que fuimos capaces de construir un amor sin apenas hacerlo mucho. Lo nuestro,
señoría, era más de polvos en el aire.
Henri Cartier Bresson - La Havana (Cuba) |
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