Lo nuestro son polvo en el aire | Vol. XI
Anoche te dejé en casa una
carta.
Sé que estas cosas no se hacen, que sí, que lo sé. Sé que es una locura eso de ir por ahí explicando esas cosas que nos salen de las tripas, pero es que a mí me estallan en el pecho. Sé, también, que esto incurre nuestro pacto.
Ninguno
de los dos puede demostrar al otro las ganas que tiene de estar juntos.
A veces me gusta repetírmelo
en la cabeza para reconocer de nuevo la incapacidad de dominar este apetito
imprudente de querer verte.
Tal y como acordamos y dejamos constancia de ello, el no cumplimiento de ese acuerdo podría llevar, incluso, a permanecer algunas horas, días o incluso semanas en prisión. Todo dependía del modo, del cuándo y del porqué de la demostración de ese amor desorganizado. Y esta carta es tan trascendente como ilícita; ya que es una evidente muestra de que no quiero que te vayas. Todavía no. Esta carta podría llevarme a cumplir una de las penas más larga ya comentadas. Debido, principalmente, a la inmortalidad de las palabras.
Nada tiene remedio ya. Está
ahí, encima de la mesa, entre los libros. Contiene todo el sentido que he
podido, la poca fuerza que he tenido y todo el amor que se ha podrido. Y sí, se
me he pasado por la cabeza pedirte perdón, pero esta vez no lo pienso hacer. Lógicamente,
también he palpado entre mis manos la posibilidad de romper, quemar este trozo
de papel repleto de una cantidad ingente de letras, con y sin sentido, pero ya
conoces mi arrogante amor propio. Tienes que hacer un esfuerzo, aunque te
cueste, haz como que esta carta nunca llegó a tus manos. Y aunque, en parte,
conozco el valor y los significados de esta carta, estoy casi segura de que los
dos haremos como que no ha existido nunca. Y al final las palabras se quedarán
invalidadas entre las motas del polvo del salón de tu casa.
Tanto tú como yo, hemos sido capaces de compaginar esta inevitable conexión con la sutileza de no abandonarnos. La idea de no dejar morir este amor es lo que me ha hecho llegar esta noche a tu portal.
En una de las calles más
largas de la ciudad, justo delante de esa mítica tienda de vinilos, volví a reflexionar
sobre las 187 inapropiadas consecuencias que tenía dejarte esta carta en casa. Una vez en el portal con esa enorme puerta de cristal, pensé en
quedarme sentada allí durante horas esperando a que algún vecino llegara y me
dejara subir con él. Tenía preparada alguna excusa, tan simples como
la de que se me habían olvidado las llaves. Imaginé, también, que me abría el
portero, el cual ya conoce alguno de nuestros movimientos, de unas nuestras
idas y venidas. Por lo que hablamos con él parece compasivo y quizá podría dejarme entrar pasando desapercibida.
Desde que leí de pequeña a Muriel Barbery me encantan las porterías. Incluso a
veces sueño con vivir en una de ellas, pero no aquí. Lejos. Pienso en dejar la tesis, los
trabajos y pasarme la vida observando las vidas ajenas. Terminar haciendo con
ellas un libro; el libro de mi vida. Al final solo estuve
en el portal escasos diez minutos. Me abrió la puerta una muchacha joven,
morena y con los ojos negros. Pequeña, menuda y con el pelo largo. Nunca la
había visto. Al mirar sus ojos pude ver en ella los míos; cansados, asustados y satisfechos. Estoy segura de que ella no podía imaginar que esa noche iba
a explotar todo lo que algún día construimos, de que tú y yo estallaríamos
juntos. Y que ella, por proximidad física podría acarrear algún daño
colateral.
Subí a tu casa por las
escaleras, esas tan inclinadas, blancas y limpias que tiene. Tan desniveladas y tan perfectas como las teclas blancas y negras del piano. Subí por las primeras escaleras a
mano derecha. Como decía, me gusta la simetría, así por lo general. Me gusta el
orden, la rutina, las alarmas, la tranquilidad. Me gusta el orden de tu cuerpo, la asimetría del mío y
el equilibrio de los dos. Me gusta la
armonía y tú solo has traído caos, suspiros y algo de rock and
roll.
Lo he intentado. Me he esforzado mucho en dejarme llevar, pero sólo me sienta bien si lo controlo, si lo aprieto tanto que dejar de serlo. Y al final no se trata de eso. Ahí está el problema.
Quizá quise hacerte mío antes
de tiempo. Y por eso sé, con certeza, créeme, que no te vengo tan bien como
crees, como me he querido creer. Ya en el tercero caigo en la idea de que en el
buzón sigue sin poner tu nombre. Tres años, cinco meses y dos días que llegaste
y nadie sabe que vives aquí, al menos nadie que tú no quieras. Me encanta
pensar que yo sí. Que sé cuál es tu casa, lo cómoda que es tu cama, lo mal que
preparas los desayunos y el calor de tu cuerpo al rozarse con el mío. De repente me viene a la
cabeza aquella mañana en la que quisimos cambiar el mundo. Aquella noche en la que dejamos de dormir para
empezar a soñar y terminamos en la playa más bonita de esta pequeña región del
norte. Era verano, éramos jóvenes y estábamos enamorados. Por eso creímos que aquello era solo nuestro.
Un amor tan minucioso, tan pulcro y tan real que convertía los días en horas.
Un amor tan minucioso, tan pulcro y tan real que convertía los días en horas.
Los escalones se vuelven
incómodos mientras pienso en la pequeña posibilidad de que estés en
casa. Seguidamente me invento un par de excusas. De todas las maneras de
decirte que te quedes aquí conmigo, que no te vayas, que no
desaparezcas...de todas ellas ésta era la más modesta. La carta me pesa en las
manos. Es muy poco probable que estés en casa un sábado a las 00: 35. Es
raro que hoy hayamos cumplido el acuerdo. Esta noche no apareceremos juntos por el bar
donde cantan los poetas.
A dos metros de distancia de tu puerta me
entra el vértigo. Tu puerta y a la izquierda cuatro más. ¿podremos vivir con la
sensación de que la puerta no se abre? ¿de qué fuimos completos inexpertos?
¿Seremos capaces de cambiar de puerta? o ¿nos quedaremos agazapados, temblando,
suspirando en el suelo, como un perro medio muerto, a que la puerta se abra? Yo
ya sé que, por ahora, no quiero otra. Y, es más, aunque las haya, no las
veo. Y eso es lo peor. Es la peor mentira que me han hecho creer pero a estas
horas y con tanto poco margen de maniobra es tan real como los fantasmas
de un cuento de niños en la noche de Halloween. Pero nosotros, bueno yo al menos, no he llegado todavía a ser adulta y por eso... siempre cometo los mismos errores.
Sé que estas cosas no se hacen y por eso no quiero pensarlo más. Agarro fuerte la carta, doblo las rodillas y me agacho en el felpudo. Recuerdo la tranquilidad de aquella noche en que decidí empezar esta carta. Sonaba Charles Mingus. Me tiembla todo el cuerpo. Estoy a punto de caer en la cuenta de que esta carta rompería nuestro amor en llamas, nuestro amor en jaulas. Pienso en la vecina morena que me ha abierto la puerta. Quisiera que ella me arropara, que me dijera que no tengo por qué poner punto final a esta historia que acaba de empezar. Pero ella no está. Me gustaría contarle nuestra historia y me dijera que fuera valiente. Y como si de un hechizo se tratara convertirme en una superheroína. V, me llamaría. En el soportal no hay nadie. De rodillas en el suelo, veo una luz blanca de alguna cocina. Quisiera poder observar(te) desde tan cerca que no se ha inventado todavía una medida perfecta para nosotros. Todavía no existe. Prometo que la voy a encontrar, solo tienes que darme tiempo. Mis nervios pueden conmigo. Tropiezo y caigo. La normalidad está sobrevalorada dicen. Me quedo en el suelo durante segundos intentando analizar qué he hecho mal, cómo salir de este error. Aprender del error es difícil porque en parte, no suelo dejarme caer. Esto me lleva tiempo. Cuando consigo darme cuenta de que tengo que salir de ahí lo antes posible, recojo las cosas que se me han caído del suelo, intento levantarme rápido y en silencio.
Abres la puerta.
Ambos nos quedamos extenuados.
No me esperabas aquí, mucho menos así.
Tampoco yo te esperaba en mi vida, mucho menos así.
Tampoco yo te esperaba en mi vida, mucho menos así.
Te sientas conmigo en el
suelo. Está frío. Me abrazas tan fuerte y suave que el tiempo ha dejado de existir.
No nos decimos nada. El abrazo dura minutos. Seguimos en el suelo de ese
soportal viejo y desgastado como nosotros. Él por el paso del tiempo, nosotros
por el paso del amor mal configurado.
Me siento en casa y no
me quiero ir. No por ahora.
-
Venga, vayamos a un lugar más caliente.
Me recoges del suelo. Me das
la mano hasta llegar a la cama donde nos abrazamos fuerte. Nos quedamos
dormidos con tu mano por mi cintura.
Está saliendo el sol. Te dejo
dormir. Me levanto, saco la carta de mi bolso y la dejo encima de mesa, entre
aquellos libros de cine, música y poesía. Como cualquier domingo siempre pienso que nunca más volveré a amar tanto. Y ahí en esa mesa de madera sucia y rota se acaba nuestra historia de amor desordenado.
Burt Glinn - Magnum photos- |
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