Aliado/a | del participio aliar.



9 días de aislamiento y seguimos
22 de marzo de 2020. 


Odio buscar aparcamiento en esta ciudad. Con esa frase rompo el silencio que había en el coche. Aunque éste no fuera ni violento ni incómodo era necesario quebrantar. Tal banalidad, como aquella frase, fue lo que hizo que trataramos -con gusto- los puntos concretos en los que nos habíamos distanciado esta mañana. Quizá fue el silencio el que nos ayudó a pensar las maneras de mostrarnos. Bueno, o quizá no. Con Naim nunca se sabe. Su presencia es afable sin embargo causa a veces mucho alboroto. Tras haber hecho todo lo estrictamente necesario para que no se lleve la grúa el coche empezamos a caminar en dirección a mi casa. No estaba premeditado que ambos nos acercáramos al barrio, pero me gusta. 

Al bajarnos del coche pasamos cerca de la cancha de baloncesto que hay en el barrio. La cancha está al aire libre. El suelo es de color verde oscuro y tiene pintadas unas rayas blancas que marcan la línea de fondo, el círculo y la línea central. La línea de tiro libre está señalada de amarillo. Por lo que me ha contado la madre Nico este espacio pertenece al cole que está justamente al lado. Nico es un niño ruso adoptado que conocí hace un par de años en uno de mis viajes de verano a Cantabria. Los motivos que me unían a Nico y a su madre eran exclusivamente académicos. Encajamos bastante bien desde el principio. Ahora que vivimos a dos manzanas hemos retomado el contacto. Su madre me cuenta que no está teniendo una buena época. Tampoco la tenía cuando les conocí. Aquella mujer que fuma tabaco negro incesantemente es una valiente. No tiene miedo a soportar las consecuencias de las grandes batallas, pero se desespera con las pequeñas, como si éstas no fueran suficiente para sacar todas sus armas. Nico tiene algún problema de conducta, es cierto, pero es incapaz de subirse al ring. El otro día coincidí con Nico y su madre en la frutería. Nico parecía agotado. Tenía las ojeras tan marcadas que no pude omitir aquellos ojos tristes. 

- ¿por qué no vienes un día a casa a tomar un café y charlamos como antes?

- Jo, pues claro. Yo encantada, acepté rápidamente.

- Si quieres este sábado por la tarde. Por la mañana Nico tiene partido de fútbol, pero regresaremos después de comer. Le quiero invitar a comer por Santoña, que el sábado nos toca ir para allá, ya sabes. Y así aprovechamos.

- Ya, ya imagino. Ojalá os haga bueno y disfrutéis del paseo que Santoña es muy bonito. 

- Pues sí, hija. Ojalá. 


Así quedamos y así fue. El sábado por la tarde, con un café caliente en las manos, retomé la investigación etnográfica; la del barrio y aquella que dejé a medias. No llevaba el diario de campo, pero presté mucha atención a las cosas que me contaban. Hablamos de Nico, de sus dificultades como madre soltera, de la orientadora pedante del colegio del niño, del barrio y de esta pista por la que pasamos ahora Naim y yo. Aunque es bastante hostil con es valla metálica no deja de ser un lugar de peregrinaje en el barrio. Delante tiene un pequeño escalón de medio metro el cual los niños saltan sin ningún problema. Esta cancha, que nada tiene que envidiar a Rucker Park, también se utiliza para jugar al fútbol o hacer break dance. Parece ser que hay un horario establecido y éste está organizado por edades y continentes. Por la tarde suelen estar los adolescentes del barrio con sus altavoces a todo trapo, bailando, fumando canutos, riendo a carcajadas y si cuadra echando unos pases. Normalmente están en el suelo de la cancha. Apoyan las piernas en el balón ¡naranja cuando quieren descansar. Fijan sus miradas en la pantalla. El móvil parece una extensión de su cuerpo. Entre las 7 y las 8 suelen aparecer algunas chicas a compartir ese rato con ellos. Una de ellas, a la que le pega el nombre de Melissa, va realmente porque le gusta jugar al baloncesto. Provoca a los chicos lanzandoles la pelota en repetidas ocasiones. Algunas veces lo consigue. Estoy segura de que solo por esas veces ya ha merecido la pena. Ninguna de las otras chicas quiere jugar con ella. El grupo que se suele juntar es bastante amplio. A veces están distribuidos por zonas. Unos pegados al muro, otros en las gradas, otros en medio. Me alucina cómo habitamos los espacios cuando nos sentimos parte de ello, cuando no tenemos miedo, vergüenza. Habitar ciertos lugares empodera y nos hace creer que llegaremos a ser grandes jugadores de baloncesto aunque midamos escasos 150 centímetros. Normalmente entre ellos se saludan con los puños, chocando las cinco y lo acompañan con un ‘qué pasa, hermano’, un ‘ey’ de lo más común o una mirada con la que no hace falta hablar. El otro día, mientras caminaba hacia mi casa, pasé cerca de un par de esos chavales. El saludo que se habían currado y que hacían con gran destreza era propio de Neymar y Dani Alves. Al verles me llamó tanto la atención que sonreí. Se dieron cuenta y uno de ellos me guiñó un ojo. Yo levanté la mano como gesto de despedida. El guiño de aquel chico se acercaba bastante a la idea que justamente habíamos trabajado hoy en el grupo de habilidades sociales; la cercanía. La cercanía nos ayuda a distinguir quienes son nuestros aliados/as y quienes todavía están en la cola. Es una herramienta de trabajo para la vida social. Un recurso estratégico y emocional que condiciona nuestra apertura a los/as demás. Si no tuviéramos que ir en un hora a la reunión en el CIEMI (Centro de internamiento educativo de menores infractores) ni me muriera por tomar un café, le diría a Naim de quedarnos sentados en los escalones de la cancha. Hubiera sido el mejor lugar para pensar si es realmente cercana la relación que tenemos. Se empeña en que somos aliados y a mí cada vez que me dice eso algo me chirría. Quisiera ponerlo en palabras pero todavía no sé muy bien qué es aquello que me incomoda. Mientras dejamos de lado poco a poco aquel polideportivo caigo en la cuenta de que no es en la elección de las palabras lo que produce el poco entendimiento entre Naim y yo. La distorsión es debido al modo de comunicarnos, a la falta de actitud y a la inseguridad de los juicios de valor. No de él, míos. Debería ir más a la cancha y aprender de los chavales del barrio. 


La cancha es un lugar de tránsito constante. Estoy segura que por eso mismo preferiría tomar el café allí sentados. Por la noche hay bastante más afluencia en la pista. Son todos hombres que rondan los 40 años y se lo toman un poco más en serio que los muchachos de la tarde. Eso sí, son bastante más ruidosos. Ellos juegan al fútbol con un balón a punto de caducar. Gritan cosas como ‘la puta, dele’, ‘pasala’, ‘muchacho, ¿no me ves?, ‘vamos’. Y no digamos ya cuando marcan gol. Ambos equipos enfurecen. Son pocos minutos. Luego se abrazan y se dan golpes fuertes en la espalda como señal de ‘bien jugado’. La mayoría proceden de América Latina y parecen conocerse desde hace tiempo. Llevan chándal y casi todos van con pantalón corto. Al verlos pienso en mi padre. Lleva años jugando al fútbol; entrena los jueves y juega los domingos. Yo he ido a verle en varias ocasiones. Me gustaba ver a mi padre hacer equipo, gritar y enfurecerse como estos vecinos míos. Hace ya tiempo de eso. Ahora los domingos cuando llega de jugar mi madre suele preguntarle ‘qué tal, Jose? ¿habéis ganado?. No pero hemos jugado muy bien suele contestar. No te preocupes, otra vez será, Jose, le anima mi madre. Mi padre, la chica que juega el baloncesto y yo nos conformamos con seguir intentándolo. En casa cuando algo no nos sale como esperamos, solemos repetir: ‘no pero hemos jugado muy bien’. Quizá ese es el tipo de pensamiento que debo forjar con Naim. En la pista siempre hay uno de ellos que lleva una camiseta de tirantes con un muñeco animado de colores. Parece bastante simpático. A mí padre nunca se le ocurriría llevar algo así. Finalizado el partido, sudados y exhaustos imploran una cerveza fría en el bar de la cuesta, el que está regentado por dominicanos. Siempre hay bastante gente en la barra de fuera. Entre ellas, muchas mujeres tomando cerveza en botella y charlando sobre cosas intrascendentes. 

Durante la mañana los africanos hacen estiramientos, entrenan, hacen piruetas, bailan y se sientan a fumar en las gradas del fondo. A diferencia de los latinos ellos van solos, se juntan un rato y luego se disipan. De vez en cuando puedes ver a un solo individuo escuchando música con los cascos, moviendo los brazos a lo Michael Jackson. Me gustaría contarle cosas como ésta a Naim. Pero termino simplificando. Me encanta este barrio le digo mientras vamos de camino a mi casa. No busco enseñarle nada nuevo. Solo quiero poner esas vidas en valor. Nos esforzamos en no atender esos pequeños momentos y la vida se nos pasa entre lista de cosas que tengo por hacer y lista de cosas que nunca más volveré a hacer. Las prisas, el trabajo, los esfuerzos, la soledad y el individualismo no aportan nada para encontrar las pequeñas alegrías de las que habla Marc Auge. ¿Por qué el mundo tiende a prescindir de lo sencillo de las historias? ¿por qué la gente se esfuerza en tener grandes momentos? ¿por qué los adultos terminan cediendo? ¿aspiramos a no molestar? ¿hay posibilidad de cambio?
Tengo bastante curiosidad por su opinión al respecto. Bueno, en general tengo cierto interés en saber qué piensa sobre muchas cosas, pero en vez de reflexionar junto a Naim termino preguntándole si quiere algo más para tomar con el café. Sin saber muy bien porqué sigo explicándole que apenas tengo cosas en el armario. La anticipación a Naim le da absolutamente igual, sin embargo a mí me viene bien. Tiendo a exponer lo que tengo -lo que soy- y así me quedo tranquila. Sin embargo, al llegar a casa le ofrezco lo mejor que tengo. 

A veces Naim me recuerda a mí. No es un parecido físico, lógicamente. Se trata más bien de cómo ambos hemos construido nuestro habitus y es desde esos sistemas desde donde nos hablamos. Es ahí donde nos encontramos. Le gusta contar historias y hacer trampas con ellas para que termines contando tú la tuya. Yo, la verdad que, intento hacer lo mismo, pero las trampas me las hago a mí misma. La manera que utilizo no suele tan útil y es por eso que, a veces, se me atragantan las palabras. Sin embargo hay momentos en los que las palabras salen por sí solas. Me olvido de lo que pueda pensar y termino utilizando una metáfora propiamente sexual para explicar mis dificultades a la hora de decir que no. De repente me veo soltando todas las cuerdas que me ataban y las dejo cerca de aquellas tazas de porcelana que hay encima de la mesa. Mientras servía el café empecé a pensar en la actitud de Camarón. 

Poco antes de irme de Granada conocí a Pepe Lamarca. Mientras daba vueltas con un bastón de aluminio por toda la casa nos explicaba qué 1976 fue el año de aquellas fotos que teníamos colgadas en la entrada de la casa. A sus 77 años Lamarca mantenía la ilusión de un joven con toda la vida por delante. Le brillaban los ojos como le brilla el bastón con el que se mueve con lentitud por el salón. Al sentarse nos sigue contando que para hacer las fotos el padre de Camarón le había comprado un traje negro en una de las calles más importante de la capital. Padre, que era así como le llamaba el cantaor, era el mayor defensor de Camarón. Sin embargo él no necesitaba nada de eso nos sigue explicando. Nosotras seguiamos escuchándole atentas mientras su nieto jugaba en la habitación del fondo. Su hija, apoyada en aquella silla de madera y mimbre cercana a la ventana, le mira con admiración. El padre de Camarón al despedirse me dijo  -Niño, que no se quite la chaqueta que me ha costao muchas miles de pesetas. 
Pero quién iba a ser yo para controlar a Camarón se sigue cuestionando en voz alta. Recuerdo que al cerrar la puerta me giré pensando qué sería lo que haría Camarón. A los pocos minutos se quitó la chaqueta del traje mientras saltó un ‘ándale ya’. Ya no había ná qué hacer. Se queda durante toda la tarde la chaqueta en la silla y solo así salió la esencia pura que creaban Paco y Jose. Se nos pasó la tarde entre cante, cigarros y botellas de … No es capaz de terminar la frase. Hay un silencio precioso en el que todas nos miramos. Se hartaban a reír, prosigue. No había quién les parara. Se entendían muchísimo, repitió en varias ocasiones con una voz entrecortada y grave. Se entendían muchísimo. La verdad que fue una satisfacción retratar a estos dos seres humanos termina diciendo. Es palpable la pasión de este hombre que hoy camina con dificultad. Mi piel se ha estremecido. Al acabar miré a Gema. Se le caían las lágrimas. Me acerqué donde ella y nos abrazamos. Habían sido muchas noches intentando averiguar qué era eso que nos faltaba, por qué éramos incapaces de tirar pa’lante como Camarón. Después de aquella tarde supimos que era la falta de aliados. 


De pronto nos dimos cuenta de que llevábamos rato sin mirar el reloj. Ambos pensamos que se había pasado el tiempo muy rápido. Ninguno de los dos lo dijo. No se nos olvida nada. Al salir la gente camina rápido de un lado a otro. No es lluvia, es miedo. Obligatoriamente debemos pasar por el parque infantil que hay detrás de mi casa. El parque está rodeado con una cinta de plástico como si fuera una escena de un crimen. Debido a las extremas circunstancias de emergencia se ha anunciado esta tarde que no se puede salir a la calle, no salir a los parques, no estar en grupos e intentar tomar medidas de protección al respecto (mascarillas, guantes…). Al verlo, la carcajada es común. No entendemos muy bien esto que está pasando. Es ridículo dice Naim en voz alta. Medio mundo anunciaba a gritos la “peste” que estaba llegando a Europa. Naim y yo unos inconscientes. No esperábamos esto. Seguimos caminando por la calle alta. A la izquierda dejamos una explanada gigante rodeada por una verja metálica. De cerca podemos ver una cola de 7 coches que esperan a que haya aparcamientos vacíos. Somos bastante cívicos en el barrio. Nos hacemos señales de avistamiento como de agradecimiento. Siguen pensando que esto es la cárcel. Alrededor de la cancha, y a lo largo de la calle hay unos edificios no muy altos. Suelen tener como mucho cinco o seis plantas. Hay algunos viejos, otros recién reformados. Se diferencian bastante de los antiguos edificios del ‘Cabildo de arriba’, los cuales ahora son solares vacíos a punto de derrumbarse, completamente abandonados por el ayuntamiento. Los salvajes, en realidad, son ellos. Esta ruta por el barrio ha sido de lo más fortuito. 

Al subirnos de nuevo al coche pienso que realmente yo también me he quitado la chaqueta del traje con Naim. 







Paco de Lucía y Camarón de la Isla de San Fernando | PEPE LAMARCA 


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