Pandemia | Del griego πανδημία pandēmía 'reunión del pueblo'.
Salgo a la
calle. Bajo las escaleras. Al llegar a la carretera miro hacia los lados y
cruzo por el paso de cebra. Todo lo hago bien. Sigo bajando. La calle está
totalmente vacía. Los establecimientos y bares cerrados. No hay nadie en el bar
de la esquina. Ni los de siempre. ¿Dónde estarán? ¿estarán bien? No, joder, no
están bien. Jodidos. Estamos jodidos todos. Ese pensamiento no me hace sentirme
mejor. Estoy triste y angustiada. Llevo desde por la mañana así y no se me
pasa. Mis pasos son regulares, no me paro. Tengo claro dónde voy. Si lo pienso
un poco más, no es tristeza, es ansiedad. Al llegar a la rotonda de Numancia,
me paro. Podría cruzar por mitad de la carretera, no viene nadie, pero no lo
hago. No lo hago porque las normas siguen estando ahí por algo. Hasta aquí todo
bien.
Camino en
silencio. Sin música. Sin teléfono. La verdad es que estoy harta del teléfono.
De lejos observo a varias personas caminando. Una bicicleta verde pasa cerca de
mí, en ella una chica que también parece triste. Va rápido. Tiene prisa, aunque
el mundo se ha parado. Al girar ya puedo
ver la cola que hay en la tienda. Cuento 6. Sigo caminando, intentando buscar
en mi cabeza cuál era el otro supermercado que me queda cerca. Llego y me he
confundido, son 9. El camión que está delante de la puerta me las ha tapado.
Del camión bajan muchos palés. No deben quedar muchas cosas dentro. En la cola
hablo con una señora. Me parece el momento más importante desde hace varios
días. Hablamos a un metro de distancia, quizá un poco menos. Se percibe que la
mujer también tiene necesidad de hablar. Siento cómo me voy tranquilizando un
poco. Me dice que es la primera vez que baja a comprar. Pienso en si tendrá a
alguien con quien estar. Ojalá. No la llego a preguntar porque me toca entrar.
Me coloco los guantes en la puerta y al cruzar la barra que señala que ya estás
dentro, los metros de seguridad se olvidan. Este espacio es muy grande, pero
nos juntamos todos entre los pasillos del zumo y las servilletas. Quizá todos
se sientan un poco como yo esta mañana. Tengo miedo a que nos mengüen las ganas
de conectarnos, miedo al roce de la piel. Miedo al saludo, al cruce de miradas,
a las distancias. Tengo miedo al miedo
hacia los otros. Ese miedo que ya tenemos, pero expandido. No, no me da miedo
el virus. Soy una inconsciente.
He hecho la
compra. Cinco cosas y he salido lo antes posible para que las personas mayores
que estaban esperando en la cola pudieran entrar lo antes posible. Hasta aquí
todo bien. Si alguien me viera podría decir que soy una persona cívica y
respetuosa. Me he lavado las manos antes de salir de casa. En el bolso llevo el
gel ese del que tanto hablan. Yo no tengo tv, pero da igual te bofetean las
noticias por todos lados. La gente está nerviosa. Tiene miedo. Yo tengo miedo a
este sentir común, a las limitaciones, a las restricciones, a la falta de
libertad. Salgo del supermercado y se me
olvida echarme el gel. Por momentos dejo de hacer las cosas bien. Al salir tomo
otro rumbo diferente. No voy a mi casa. Acumulo puntos en la desobediencia.
Allí dentro toda la realidad del mundo. La ansiedad se está rebajando. Allí
dentro las cosas siguen igual que hace una semana, no hay malas noticias, solo
buena música. Suena Blundetto mientras hace spaghetti frutti di mare. Todo
está bien, sin embargo, he hecho mal al venir aquí.
Al rato me
voy.
Al salir a la
calle he notado un cambio. Antes me hacía ilusión bajar a la calle, ahora me da
miedo. De los siete minutos que tardo en llegar a casa he visto dos coches de
policía. Pienso en las personas que se esconden de ellos, como me escondo yo
ahora mismo. Yo si corro tengo hogar, ellos no. Siento una arcada. El miedo
sigue ahí. No se va. Abro la puerta del portal. Subo las escaleras. Abro la
puerta de la casa y me siento algo aliviada. Vuelvo a la rutina del encierro. El
trabajo me viene bien creo. Termino pensando que no, no es el trabajo lo que me
viene bien es la realidad, son los otros, el sentir que todo está igual sin
estarlo. Inconsciente, qué eres una inconsciente. Parece que no te has
enterado de nada, joder. Lo tuyo es pura rebeldía. Te crees por encima
de los demás o qué, joder. Si estamos jodidos, los estamos todos. Y no me
jodas. No me jodas y quédate en casa. Al escuchar eso me acuerdo de lo que
me ha costado siempre entrar dentro del rebaño. Una vez hecho el trabajo me
invade la culpabilidad. Las frases de esos otros que sí lo hacen bien se
repiten. Nos tienen, pienso. Me imagino unos hilos atados a mis extremidades
que me hacen transitar en caminos que no quiero. A las mías y a las de todos. Alguien se ríe de
todo esto, de nosotros, los que estamos jodidos. De todos nosotros porque en
esto estamos juntos dicen. No me vengan ustedes con mierda. Las consecuencias
no serán para todas las mismas. No me vengáis a joder, porque algunos jodidos
han estado siempre. Y ahora les ha tocado el premio.
Quisiera gritar
por la ventana ‘Iros a tomar por el culo’. Lo digo en bajo porque sigo teniendo
miedo. Y, esto… esto que veis ahora es el combo perfecto: miedo y culpabilidad.
No puedo más,
me derrumbo y lloro mientras agacho la cabeza como todos. Estoy jodida. Lo han
conseguido: no vuelvo a salir de casa. Lo he decidido: os miraré desde la
ventana.
Eso sí, siempre
me entero tarde.
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