Ataraxia | del griego ἀταραξία


Al comienzo de mi estancia volví a llorar después de muchos meses sin permitírmelo. Lloré durante las 6 horas que duró el viaje. Lloré en Santander, en Madrid y en o Porto. Lloré tanto que olvidé los motivos de mis lágrimas.

Llegué a una ciudad nueva con un sol que me hacía cerrar los ojos. Los días siguientes la ciudad empezó a llorar conmigo.

Por suerte la vida me recogió de la caída. La ciudad estaba en su jaleo rutinario. Os senhores estaban sentados en el borde de la fuente de la plaza del 8 de mayo, as senhoras se escondían detrás de las ventanas con sus pañuelos negros en la cabeza. Los más pequeños corrían a por el autocarro y los académicos se tapaban con las capas negras de los trajes con los que iban a la universidad. A los días encontré en la plaza a una rapariga con la que empecé a disfrutar de los pequeños momentos de la vida. La ciudad, aún desconocida para ambas, nos enseñaba los mejores caminos cuando menos lo esperábamos. Coímbra y el sol nos habían dado una tregua. Dejé de llorar y empecé a bailar.
Bailábamos.
A ella también la ciudad le estaba cambiando. Y, sinceramente, no se nos daba nada mal eso de salir a la pista, a los tejados sin miedos. Con aquella rapariga podía inventarme palabras mientras todo el mundo sospechaba de nuestro acento. Con aquella menina era todo fácil. Además, la improvisación se nos daba bastante bien. Ela me enseñó a leer historias en las piedras de la ciudad y desde ese día dejé de perderme.  

Por suerte los acontecimientos de la vida en Portugal volvían a disminuir las emociones y el deseo que me habían provocado, en las últimas semanas, tanto desequilibrio. Llegaba a concentrarme más de 20 minutos seguidos. Y había logrado escuchar música sin tenerte de manera obsesiva en mi mente. 

Lo logré.


Pero fue verte y recordar los motivos por los que empecé a llorar.






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