Colisión |Del lat. collisio, -ōnis, de collidĕre.

Marc Ribou Shanghai 1995






Al girar la calle me topé de frente con un accidente. La imagen fue espantosa y aunque no había ningún cadáver por el suelo, la sangre goteaba de brazos y piernas. Ventanas rotas, humo denso del capó del coche blanco. El policía que intentaba descifrar quién o qué había causado tanto horror hacía sonar con crujidos los cristales de aquel coche gris al pisarlos con esas botas negras y duras con los que son obligados a caminar. Porque, aunque no lo creamos los policías también siguen órdenes. Un cruce, tres coches y un viernes a altas horas de la noche. No hay mucha gente por la calle. Apenas nadie observa el escenario del crimen, los señores mayores ya duermen.  En el coche blanco, sin duda alguna el que más suerte había tenido, había un hombre de unos 35 años, barba y gafas redondas. Que, por cierto, aquí, venden dos por una. El hombre se acercó corriendo donde el conductor del coche que tenía delante. Se disculpó. Inmediatamente sacó de su bolsillo el móvil y comenzó a llamar a alguien. Di por hecho que era a su pareja. La conversación fue bastante corta. Quizá va a llegar a tarde.  El coche negro que es quien ha hecho que la ambulancia esté llegando apenas está roto. Del coche sale un hombre, un poco más mayor. Sangra por la cabeza, pero camina hacia el policía sin aparente rupturas y dolores. Mientras el policía intenta poner solución a la situación, la compañera intenta que la gente siga circulando. Y para colmo se pone a llover, de repente. Creo que ya he visto suficiente. El morbo, supongo. Al menos me he abstraído por un rato en algo que no seas tú.

Me voy a casa pensando qué es lo que le ha pasado a ese hombre para decidir estrellarse contra el mundo. Pensaría quizá que solo era una aventura, un atracón de endorfinas antes de volver a casa. Pisar el acelerador, pero se le fue todo de las manos. De camino a casa, me encuentro con mi compañero y varios amigos, los cuales ya son casi compañeros de casa también. Mi compañero va a por unas cervezas y yo me quedo con Rodrigo y Luis. Entramos a casa, nos sentamos en el sofá. Francisco había dejado la música puesta. Suena Miles Davis. Si de algo no me puedo quejar de mi compañero es de la buena banda sonora que pone a esta estancia de investigación, aunque hoy hubiera preferido otra cosa. Estamos demasiado pegados en el sofá. Siempre me ha incomodada tanta cercanía. Los chicos se preparan algo de fumar y que los lleve a otro estado.  -Você quer? Aquí siempre te tratan de usted y me gusta. Ha cambiado el significado, antes era más formal. Está bien que las cosas cambien de significado, pero cómo se hace. Dejando que pasen cosas nuevas, experimentando, dejando de lado -aunque sea por un rato- aquello con lo que estás conforme porque quizá puedes sentirte mejor, pienso. Los miro a los ojos. No digo nada y se lo cojo de las manos. Me puedo sentir mejor, me repito.

Cuando me doy cuenta vuelvo a la conversación. Hablan de Ignatius y humor amarillo. No entiendo qué hago aquí y por cuestiones de orgullo me quedo esperando a que algo ocurra para dejar de pensar en ti. 

Abro los ojos. 

Suena John Coltrane, los chicos no paran de reír y allí mismo caí en la cuenta de que me había estrellado en una colisión de tres. Alguien hizo una lista de daños: dos manos ensangrentadas, un brazo arañado y un corazón roto. Caí en la cuenta de tanto desastre. 

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