Violencia | del latín violentia


El año que estuve con Naim me leí muchos libros de Murakami. Y, todos seguidos. El año antes de conocerle comencé a relacionarme de manera habitual con una familia japonesa. Qué casualidad, pensé.  Empecé por Tokio Blues porque me lo recomendó un amigo mientras discutíamos sobre la gente y el sexo y sobre las consecuencias que tiene el sexo con gente que importa y que comparte tus mismos círculos. Una vez terminado. Me acerqué a la Libreria Ubú e inmediatamente agarré Los años de peregrinación del chico sin color, después comencé Sputnik, mi amor y un poco más tarde terminé Los años de peregrinación del chico sin color. A día día de hoy tengo en la estantería sin empezar After dark y Baila, baila, baila. Cada vez que llegaba un libro nuevo a la tienda de mi madre ella lo guardaba. Era un regalo fácil. Mi madre conoce bien ciertas obsesiones que me dan de vez en cuando, pero a veces no se puede alimentar tanto a la bestia porque termina vomitando. 


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Recuerdo que cuando conocí a Naim en Marruecos llevaba uno de esos libros conmigo. El de Sputnki, mi amor, concretamente. Durante esa semana apenas leí una página. La primera noche fue la única que no pasamos juntos. Estábamos a mitad de septiembre y por el día hacía un calor sofocante y húmedo, pero por las noches el frío seco nos invadía. Sin embargo nada nos impedía disfrutar del cielo denso y oscuro magrebí desde la azotea del hostal donde dormíamos. Naim iba a trabajar allí solo un mes y por suerte él también vivía en Granada. Qué casualidad, pensé. Era demasiado alto (incluso más de lo que yo ya estaba acostumbrada), tenía el pelo más bonito que había visto nunca, una sonrisa que despejaba cualquier duda y su piel azabache se volvía irresitible en la infinidad de la noche. Nos pasábamos los días hablando de música, de cine, de países que no eran los nuestros, aprendimos dariya (o al menos lo intentamos) y platos marroquís que prometimos hacer juntos alguna noche cuando volviéramos a España. Fue fácil enamorarme de Naim. Lo complicado fue demostrárselo. Caminábamos de noche por la ciudad, me contaba historias de su barrio en Francia, hicimos listas de películas, de planes. Me hablaba de la ciudad en la que nació, de los Alpes, del frío... Me contaba historias sobre la escuela donde pasó los mejores años de su infancia. Era un edificio circular con grandes ventanales, donde apenas había blancos en las clases. Yo no tuve más remedio que formar parte de sus recuerdos. Las noches se nos pasaban hablando de los efectos que tienen ciertos cambios en las personas, de cómo influyen las amistades para que un niño que ha vivido en la diversidad hoy llegue a votar a Marine Le Pen. Intentábamos encontrar razones suficientes para que no acabara nunca esa noche, esa semana, esa casualidad. 

A los cinco días nos despedimos sabiendo que pronto volveríamos a vernos. En Granada, dijimos mirandonos a los ojos. Y, mientras nos sonreíamos me subí al taxi que él mismo había pedido para que me acercara al aeropuerto. Ya arrancado quise bajarme de aquel taxi con olor a cuero y luces verdes, pero, como siempre, no lo hice. El taxista me observaba por el espejo retrovisor. Yo le miraba atrevida, sin miedo, pero al rato bajaba la mirada. Estábamos en lucha. Apendí de pequeña que ante ciertos obstáculos es mejor retirarse a tiempo. Era probable que no saliera airosa de ese asalto. Recogí mi mochila del maletero y entré al aeropuerto. Granada me esperaba con los atardeceres emblemáticos que guardan todas cámaras de fotos. De nuevo, le dí la razón a Vicente Aleixandre. Durante los veintiún días que tardó en volver Naim, empecé a experimentar una dualidad rara en mi cuerpo. A veces me sentía un pájaro tranquilo y libre y otras, sin embargo, sentía un alarido de monstruo incansable que me quebraba en pedazos tan pequeños que sabía que luego no podría juntar. Perdí muchas de esas piezas. 


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Ambos en Granada seguimos hablando de cine, pero también comprábamos las entradas para ir juntos. Al salir referenciaba a directores franceses, africanos y portugueses que yo no conocía. Íbamos al teatro, yo le recitaba a Lorca, él a mí a Rimbaud. Yo le leía a Miguel Hernández, él a mí a Césaire. Me cogía de la mano por la calle, escuchábamos vinilos por las mañanas y antes de acostarnos y después éramos merecedores de amor. Desayunábamos en la azotea y hacíamos el amor después. Hablábamos de política, de la desconfianza en los sistemas y del arte como forma de escapatoria. Poco a poco fui conociendo sus manías, su orden, sus rituales con la música, su introversión, el jazz, el slam. Le gustaba fotografiar grafitis en la ciudad con un ritual similar al mío: sábados por la mañana, buena música, una cámara y mucho tiempo libre. Al igual que a mí le gustaba tanto leer que se había olvidado devolver libros a la biblioteca. Nos intercambiamos libros, otros se los quedó. Nos leíamos: él a mí en francés, yo a él en castellano. Repito, no fue difícil enamorarme de Naim. Lo complicado fue demostrárselo. Todo el mundo ha tenido alguna vez en su vida una etapa en la que quiere ser frío, inalterable, racional, como ser inerte. Esa fue la mía.


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Me gusta creer en las casualidades pero no creo en el destino. Me gusta crear sincronías, sinergias... pero no creo en el destino, porque si lo hacemos dejamos de tener libertad a la hora de tomar decisiones. Y a mí no me va eso de dejar mi vida en manos de otros. 

Lo que me pasó con Naim fue algo similar a lo que me ocurrió con Murakami. Una especie de magnetismo que quisiera, o no, sentía. Pura atracción. Lo que me atrae de los libros y de las personas no es belleza externa que pueda cuantificar (ojalá fuera así, sería más fácil), a veces ni tan si quiera se puede apreciar fácilmente, es algo que está más adentro. Con la emoción de ciertas historias llego a entrar en bucle que cuando consigo salir necesito alejarme, volver a pensar en mí. Aunque no quiera. Dejé de leer a Murakami, al igual que me alejé de Naim, por una sencilla razón: salud mental. Estaba clarísimo que lo que sentía por ambos es puro amor ‘a sus obras’ pero ese amor, como dice Žižek es un acto extremadamente violento. Amor, según Žižek, significa: selecciono algo y es, de nuevo, la estructura del desequilibrio.


Cristhopher Anderson

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